Londres, 2 de noviembre
Antes de
amanecer el avión planeaba sobre una magnífica vista de Londres: el Támesis, el
Big Ben, todo iluminado como un enorme nacimiento. Ya estábamos en Occidente;
el tránsito de las cultura fijó uno de sus baluartes aquí. Este aeropuerto
ayudaba a reflexionar aquella mañana sobre nuestra entidad de occidentales;
ve-nimos hablando en los últimos días las bondades de este Occidente al que tan
a menudo habíamos cargado con las culpas de todos los males del hombre moderno,
aunque de la mano de esa oportunidad para ejercer el propio criterio, para
observar preceptos, dejar de obsErvarlo, disfrutar del ocio, hacerse mejor o
peor, rezar o no, llevar velos o minifalda y, sobre todo, la oportunidad de
decidir en función de la propia fuerza, los deseos cambiantes o los proyectos
de vida que a uno se le pueden antojar. Poder cambiar, poder equivocarse, no
tener que ir al pairo de un gobierno, una mezquita, una casta.
Habíamos
viajado durante medio año adentrándonos en Asia siguiendo la ru-ta del
transiberiano y demorándonos algún mes en China, en Pakistán, Bangla Desh,
India, Irán, y abrir los ojos en Heathrow una mañana de otoño era un
encon-tronazo agradable. Respirábamos aliviados después de dejar Irán o
Pakistán, o la burocrática China ¿Cómo iba a ser de otro modo después de una
semana de vivir en Teherán, comprobar la vigencia de las creencias hindúes, las
castas, el fundamenta-lismo de Pakistán, las mujeres tras el shador?
Algunos
valores del Islam permanecen teniendo vigencia en relación con nuestra cultura,
pero hay graves dislocaciones en el sistema islámico. Puede ser un cepo para la
mujer, santifica a la larga el dominio del uno sobre el otro; posibilita la
creación dictatorial de una mano de hierro que se erige a sí misma en
interpretado-ra y mediadora de los deseos de Alá.
Aquella
madrugada oímos en el avión por primera vez música clásica después de medio
año, un violín, un cello, era como respirar un aire nuevo que venía de otro
lado de un mundo en precaria evolución; música, literatura, pintura, técnica.
Los beduinos viven entre las arenas del desierto, el desierto les conforma; la
ciudad también nos conforma a nosotros y posibilita el despertar del espíritu
en un medida imposible de alcanzar en otras latitudes; la ciudad como
trampolín, en el sentido de que es la misma ciudad, sus posibilidades, la que
nos pone en contacto no sólo con la naturaleza y el arte, sino también con la
filosofía y los otros sistemas religiosos.
Apreciar
mejor las ventajas de vivir en España, en Occidente, era uno de los resultados
de ese largo trasiego por el mundo. Apreciar nuestra cultura, nuestra
li-bertad, nuestra capacidad para quitarnos de encima la tutela católica, la
tutela mo-ral, cualquier tutela. Y si tenemos que vivir parcialmente bajo
alguna de ellas que sea por nuestra propia iniciativa.
Y ya puestos
a apreciar por qué no seguir valorando lo que tenemos, la gente. Se sufre del
espejismo de creer que lo que está más allá, detrás del monte, es mejor que lo
que tenemos en la parte de acá. Tienen que pasar años para que podamos darnos
cuenta de ellos. La tarea está ahí: profundizar en nuestra casa, en nuestra
gente, en las relaciones, en las percepciones incluso políticas y sociales que
nos lle-gan a través de los medios de comunicación. No todos, pero sí hay mucha
gente trabajando para llevar las cosas adelante; también el partidismo político
actúa ne-gativamente en nuestras valoraciones de los que están a uno u otro
lado de nuestras inclinaciones políticas.
Perdido entre
viajeros procedentes de todo el mundo, paseando de aquí para allí en los
pasillos atestados, uno sentía que las cosas propias son realmente peque-ñas.
Sentía una gran sensación de pequeñez. Sin embargo bastaba cerrar los ojos y
abrir el cuaderno para que las cosas volvieran a su sitio, para que se
volvieran signi-ficativas las pocas cosas que pensamos y hacemos. Era agradable
encontrarse a uno mismo entre la multitud anónima, los policías armados hasta
los dientes, los em-pleados, las tiendas, los miles de pasajeros de todo el
mundo. Después de pasear un rato, me siento: ¡qué alivio encontrarse con ese
poquito de si mismo y recuperar la conciencia de ese espacio y sus conexiones!
¡Ya existía un poco más!
Esto también
era Occidente, el anonimato, un mundo organizado a la perfec-ción; todos los
pasajeros tienen un destino, esperan algo; pasan indiferentes entre otros tal
como si lo hicieran entre árboles o piedras. En el aeropuerto todo funciona
eficientemente. Todo lo contrario que en algunos de esos países que habíamos
atra-vesado, donde el hecho de que haya muchas cosas que no funcionan deja
espacio para los encuentros, los favores, la normalidad para detener a alguien
y hacerle una pregunta. ¿Cómo parecería preguntar aquí a alguien por la
consigna o los servicios? Imposible, no cuadraría, además de que sería
completamente innecesario porque la organización y la eficiencia lo han
previsto todo; el mercado marcha ya sobre otras ruedas, los organismos
oficiales, la oferta y la demanda ajustan sus márgenes y na-die tiene que
vocear en el vestíbulo ¡Cork! ¡Dublín! ¡Delhi! buscando pasajeros para llenar
los últimos asientos sin cubrir.
Me aliviaba
ver mi espacio disponible más allá, un asiento, nada de carreras ni apretones;
y al rato siguiente, tras una hora de vuelo, Cork y Guille esperando nues-tra
llegada; por la tarde podríamos llamar a casa por teléfono. Alivio también de
existir en alguna parte, de ser yo, fulanito, no sólo un nombre, ése cuyo
nombre es-tá escrito en el billete de avión. Alivio de encontrarme entre los
otros.
Un rato
después volábamos sobre el Reino Unido, había nubes bajas y disper-sas y el
fondo era de un tono azulado muy suave.
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