Epílogo: Irlanda


Cork,   3 de noviembre




Las dos realidades de nosotros mismos, las dos sugestivas e interesantes: una, la que escribimos y sabemos dentro de nosotros -podríamos llamarlo la aspiración de nosotros mismos-, la que percibimos cuando leemos los correos y pensamos al escribir; y la otra, la que encontramos al otro lado del teléfono o aquí frente a nosotros, ayer Guille en el aeropuerto de Cork, esta mañana preparando las tostadas. Me gustan esas dos realidades en perspectiva. No tengo tiempo ahora para desarrollar esta idea, que esta mañana se me aparece un tanto pessoniana e incluso unamoniana, aunque Unamuno no aparezca tan paradoxal.




Killarney

Nos expresamos por escrito de manera diferente a como nos expresamos hablando; y por tanto, cuando leemos, el proceso se repite. No es que seamos de una u otra manera, percibo claramente que somos las dos cosas a la vez; la segunda, cuando escribimos, es la que está posiblemente más cerca de nuestros deseos, pero también es la parte más sensitiva, la más poética, quizás porque no expresamos todo y en todo momento, sino que somos selectivos y solemos expresar lo sobresaliente, lo que nos llama la atención, quizás lo mejor de nosotros mismos, o lo que el instinto nos muestra como más favorable frente a los otros.


La otra realidad es más pedestre, nos muestra más desnudos, deja entrever más fácilmente nuestra humanidad más biológica, nuestra timidez, nuestra indefensión. Si una es la parte que retenemos en la distancia, que vemos a través de la imagen que expresamente nos sirven los demás, la otra es la que se muestra a sí misma inintencionadamente en el hecho de vivir delante de los otros.


Está muy bonita esta parte de Irlanda, el otoño y el cielo cubierto embellecen extraordinariamente el campo. Pasamos la tarde caminando por el Parque Nacional de Killarney.


Ballyburnion,   4 de noviembre


Entramos en una iglesia, sólo hay una mujer, una mujer extremamente postrada y humillada. Recurrir en la postración a Dios, ponerse en sus manos. Puede ser una situación que se repite con regularidad en la gente. Cada cual se refugia como puede, como sabe.  Es una actitud profundamente humana. Uno no sabe a que santo encomendarse y tira para adelante como Dios le da a entender.

La estética de la tristeza. Uno está triste y se recoge sobre sí, mira el mundo en la distancia como si él y el mundo fueran pasajeros diferentes que sólo de vez en cuando viajan juntos. No siempre es un estado indeseable, la tristeza puede llegar a ser como una droga, un refugio; refugio esta vez en la debilidad, en la flojera de los músculos, en el sueño. Se ve lo que pasa a nuestro alrededor como a través de una atmósfera cargada de humo, la música sonando en la intemporalidad de un sueño.
Uno se siente más poquita cosa cuando está triste, deja de importarle aquello que días antes era un proyecto atractivo; un sueño repentino y voraz me aplasta contra la tarde gris, contra esta lluvia que suena en los cristales del coche. Qué poquita cosa queda de los proyectos cuando uno está así, sólo quisiera entonces tirarme en la cama y cerrar los ojos, dejar ahí el cuerpo para que este siga el camino que más le plazca.





Kilrush

Dormí, sí, mientras esperábamos el ferry. Se hizo de noche. A seis millas estaba Kilrush. A nice place este albergue, estamos solos.


Construir conceptos y visitar libros de continuo es un intento permanente por alcanzar un horizonte evanescente en donde el conocimiento/lo conocido sea suelo sólido. Y en andar ese camino, y en ver y mirar, consiste todo el misterio de vivir. El camino es largo, sin embargo, hoy es diferente a ayer y a mañana; nuestras percepciones pueden ser poco estables y pasto de sentimientos hacia donde dirigimos nuestro instinto hambriento de pujanza familiar y de deseo incontenible de llenar nuestras sensaciones de equilibrio y esperanza.

 

Cong,   5 de noviembre

  
El día se levantó hermoso, una luz muy especial bañaba la calle a eso de las ocho de la mañana, los charcos añadían un reflejo metálico a la hora; ya de camino el campo también se mostró bello, lleno de luz, de verdes, de sombras; la carretera ondulante en forma de tobogán a través del objetivo de la cámara.
El paisaje continuó ocupando a través de la mañana un segundo plano en mis sensaciones. Así llegamos a los acantilados de Moher. Los retratos nos vuelven a reunir, los contraluces sobre el empedrado del camino forman un duro juego de luces y sombras.

 


Wesport,   6 de noviembre

  
Debilidad. Hoy mientras bajaba del Croagh Patrich pensé de nuevo en estas cosas sobre las que escribo estos días. Hay mucho de debilidad en la manera de asumir y pensar estas cuestiones.
Los días pasan apacibles por un paisaje que muchas veces es encantador, como esta mañana que viajamos por campos y colinas plenas de tonalidades cálidas, de lagos, de laderas cubiertas de helechos, de lomas oscuras que resaltaban los planos medios llenos de colorido, de asfalto mojado. Pero deseo ya estar en casa, ya es hora de recogerse y hacer nuevas proposiciones de vida, de avivar lo mejor y coger fuerzas. Un buen proyecto para una nueva etapa. Escribo desde la tranquilidad de esta tarde que se hizo confortable alrededor de una mesa ovalada, con una discreta calefacción a la espalda y una música ambiental agradable; desde ella me siento dispuesto otra vez a todas esas cosas que me esperan y que me llaman como el confortable calor de una chimenea adivinada al final de un día de frío y nieve.


  

Dublín,   7 de noviembre


Ayer hubo juerga de post-adolescentes casi toda la noche y, como consecuencia, arrastré sueño durante todo el día. Dejamos a Maru y Alberto en Ethlone. Hubo algunas muy buenas fotografías, la carretera subiendo blanca y brillante entre los árboles, también unas verjas pintadas de amarillo con un fondo de iglesia de piedra plantada a la vera del camino entre algunos árboles que sostenían todavía algunas hojas colgando como campanillas de las ramas.


Dublín,   8 de noviembre


Fortísima y grata sensación de pertenecer a esta sociedad. Miro la gente que se apresura hacia el trabajo, las tiendas de periódicos, los parques; miro a toda esta gente que forma la sociedad y esta sociedad se me rebela atractiva y acogedora; un montón de posibilidades a las que optar, una comunidad en la que integrarte. Se me parece de repente como un bien inestimable de la civilización que se ha ido creando en el transcurso de milenios y que yo ahora puedo disfruta como consecuencia del esfuerzo de todos los hombres y mujeres que nos precedieron.
Una ciudad es la manifestación más genuina de esa civilización, de ese amasamiento de esfuerzos consecutivos y permanentes. Vivimos inconscientes de esta realidad, disfrutamos de los servicios y del tipo de vida como si fuera algo dado que hubiera surgido a la luz por generación espontánea, lo disfrutamos sin caer en la cuenta de esa inmensa acumulación de trabajo y pensamiento que supone una ciudad, que supone el uso de cualquier medio de consumo.


Estamos en débito con el pasado. Debemos curar nuestra altanería presente, nuestro orgullo injustificado. Descubrir el calor de la sociedad en una mañana de otoño dublinesa es un regalo para el ánimo y una invitación a ser más moderado en los juicios.


La sociedad debe estar por encima de las mandangas de unos pocos/muchos cretinos, nada se hizo sin la rémora de esa parte de nosotros que se aplica a los fuegos fatuos o a las inquinas de unos y otros. Hoy, pertenecer a una comunidad, es un hecho grato. El sol del otoño cala suavemente desde más arriba de los árboles en el parque en que escribo y calienta mansamente mis disposiciones.





Cork (aeropuerto,)  9 de noviembre


Último viaje.
El gusto del cuerpo descansado y bañado.
Guille en pijama a la puerta de su casa.
Llevo encima un poquito de emoción contenida. Estoy bien, puesto en el tiempo, sin prisas, con una excelente tonicidad en los músculos, quizás algo de eso que algunos llaman felicidad. Mis manos huelen a jabón, mi pelo está suave, pienso blandamente en nuestro regreso a casa, pero no mucho, lo suficiente para no olvidar que dentro de unas horas estaremos en Madrid, de donde salimos al final de la primavera y a donde llegamos en mitad del otoño. Hemos pasado una porción larga de nuestra vida yendo y viniendo por el mundo, ahora es tiempo de regresar, tiempo de remansar las sensaciones, tiempo de considerar todo lo que aprendimos viajando para incorporarlo a la vida diaria.
El roce de la vida es suave como ese peluche que me regalé ayer tarde; espero relajado la salida de nuestro vuelo, quizás en este tiempo me vengan palabras que escribir, surja algún pensamiento que se abra paso en la calma de esta sala de espera.


Pero no, todo está calmo como ese mar del sur que nos sorprendía hace años junto al saco de dormir, una pequeña y ridícula olita dibujando acaso una línea imperceptible en la arena tostada de la playa, como despertarme y no oír otro que alguna muy lejana gaviota junto al siseo del agua que se acurruca encogiendo los pies más allá de los rizos de la orilla, como esa quieta mañana a la que no termina de llegar el alba porque un sueño profundo le cogió por el camino. Soy el centro de todas mis sensaciones, me las voy comiendo una a una, las voy degustando lentamente con la lentitud del que retiene un recuerdo que corre el peligro de desvanecerse en la memoria.


Ayer en el museo percibía porciones lejanas de estas cosas en algunos de los primeros cuadros que vi, escenas de campo, trozos de vida cotidiana que lo fueron uno o varios siglos atrás, paisajes; lo miraba todo como quien ve en ello ciertas esencias comunes a todos los tiempos, un hilo que corriera a través de las generaciones y los hombres depositando poesía aquí y allá con la única finalidad de evitar que el viento apague la llama de las cosas importantes, las cosas pequeñas que pueblan discretamente las la tierra y la vida de la gente.
Velocidad, un fortísimo empuje y ya estamos en el aire. Volamos. La línea del horizonte se inclina por unos momentos. Volamos. Atravesamos una oscura capa de nubes y amanece, con la brusquedad de un disparo aparecemos navegando por encima de un interminable mar de nubes dorado por el sol de la mañana. Debajo del mar está Irlanda.


Londres (aeropuerto)

Bajo la influencia de las pinturas de Dublín... Deberíamos vivir nuestro presente con un reflejo de agradecimiento hacia el pasado, deberíamos confiar en que haya una pequeña parte de nuestra gratuidad que pueda haber servido al fondo común, cualquier cosa, levantar una casa, plantar un árbol, algo que sirva de ofrenda y reconocimiento al pasado. Esa pequeña donación bastará, del resto no habremos de dar cuenta más a nadie, se resolverá entre las cenizas que poco a poco se mezclan con el agua y el barro de cualquier día de lluvia. Agua y barro indiferenciados en el continuamente cambiante planeta que vivimos. Bello destino cuando pienso en mis libros, en lo que escribo, en las fotos, en las preocupaciones fenomenales que se albergan a veces en nuestro ánimo. Si no fui capaz de vivir con este destino es que no aprendí nada en estos años que anduve caminando por la Tierra.









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