Calcuta, Bangladesh, Nepal



Calcuta, 14 de septiembre 


Llegamos a las cinco treinta de la mañana, madrugada plena de blanco y negro, suelo mojado, brillo metálico de la calle, grises múltiples sobre el puente de Howrah, también algunos saris llenos de color sobre el plomo de las primeras calles del barrio próximo a la estación.

Huimos de alguna manera de la extrema miseria, pasamos con respeto y discreción por ella. De todas maneras estas calles de los alrededores de Howrah han cambiado bastante después de quince años. La miseria está matizada por la actividad, hay una vida cotidiana en ellas que encaja poco a poco en los esquemas sociológicos que estos días tratamos de comprender y estudiar. Yo me siento mucho más libre para fotografiar de lo que estaba en los primeros días de mi primer viaje. Acercarse a la gente es extremadamente fácil. Así que conjugamos el arte de la fotografía con la contemplación exhaustiva de la calle. Nos parece una ciudad muy cosmopolita, los indios se organizan bien, se autoabastecen en todos los sentidos, se respira suficiencia para responder a los retos de un país complejo. Nunca hubo aquí dictaduras ni medidas extremas, y aun con los baños de sangre en el Punjab después de la independencia, llama la atención desde un punto de vista global el que siendo la primera democracia del mundo y el primer país islámico se lo organicen tan satisfactoriamente, y sobre todo manteniendo como mantienen a ras de calle un sentir religioso que dista años luz de nuestra mentalidad occidental. Les queda pendiente la puesta al día del tema de las castas que probablemente es la mayor rémora de final de este siglo, pero el tema, visto desde la Calcuta comunista, desde la Calcuta que ha tenido que recibir miles y miles de personas cuando la partición de Bangladesh, parece que necesariamente tiene que suavizarse. Hay mucho que andar, pero no tienen prisas, las prisas forman parte de la naturaleza occidental.





Calcuta, 15 de septiembre 

Miro a mi alrededor con una fuerte sensación de distancia. Los conductores de ricksaws piden ser empleados hacia algún destino, otros piden dinero, cuando en una ocasión lo damos surge una nube de críos y mujeres con niños en los brazos, no quieren dinero, dicen, piden leche. El lema está muy definido: leche. Compramos un bote: 236 rupias, preguntamos al farmacéutico, es lo que consume un niño pequeño durante una semana.

Ando cansino y sin curiosidad por entre las vitrinas decimonónicas del Museo Indio. Hace calor, espero a Berta en los corredores de la planta baja, estoy frente a la galería de instrumentos musicales, sale de ella un criajo de cuatro o cinco años cargado con otro de uno o dos en la cadera. Un matrimonio con tres hijos se detiene ante el panel que muestra un corte de la tierra: cosas que saber. Esto me entretiene: mirar la gente, adivinar algo de su vida diaria, la regularidad de la vida en las calles de Calcuta pese al alto grado de indigencia local.






Trato de penetrar la realidad de esta gente con la que me cruzo. Hoy tenía junto a mí el rostro sonriente de un niño de unos cuatro años, vestía una sonrisa espléndida, me hacía la señal de que le diera algo de comida, también milk, probablemente no pasan excesiva hambre, vive en la calle y hará aproximadamente lo que hacen todos los niños en todo el mundo. Pero se trata de otro asunto, quizás es la separación intelectual, mi incapacidad para pensarlos desde dentro de ellos mismos, las prisas con que se atraviesa el mundo.
¿Y qué añade a nosotros la velocidad y las prisas? La velocidad y la cantidad, dos notables componentes de la vida diría que sirven a nuestra voracidad.









Kulna-Dhaka, 17 de septiembre


Estoy cansado pero me resisto a dormir, los ventiladores ronronean interminablemente, el cuerpo está pegajoso, el barco se mueve con lentitud, se ven luces aisladas en la orilla, un último reflejo de luna se pierde en las copas de los árboles. Los pasajeros que se bajan en la próxima ciudad charlotean sin miramientos a horas avanzadas de la madrugada.




Es un bonito barco, tenemos un recoleto camarote con ventanas a babor (la verdad es que entre la cubierta y el camarote hay una gran diferencia, somos unos jodíos burgueses), a dos metros está la baranda de borda. Ha sido una bella elección este medio para llegarnos a Dhaka. Uno de los días mas ajetreados del viaje. A esta hora parece como si hubiéramos dejado Calcuta hace días.  Paisaje verde, mucha agua, palmeras, chozas de palma, recuerda el paisaje del sur de la India, en Kerala; parecemos estar en otro mundo, muy diferente al de días atrás. La gente muy amigable, muy curiosa, se arremolinan a montones junto a nosotros en el momento en que nos paramos. Hoy tuvimos frente a nosotros un continuo desfile de buenas tomas fotográficas, un niño dormido en los brazos de su hermana toda vestida de negro, rostros en la apretada multitud del autobús, ese apelotonamiento de rostros oscuros de los que sobresale la mirada clara, los dientes ostentosos, el atuendo blanco de los árabes, el gorro de encaje; detrás la mirada profunda de un joven, mas allá una joven llena de brazaletes dorados, un rostro adusto y barbado; a la izquierda una mujer, la cabeza cubierta, la mirada curiosa e inquisitiva, un niño en los brazos que parece tener solo días. Llevo el macuto grande en los brazos, me siento sobre la caja del motor, en el suelo no hay sitio para mis pies.
Pusimos el despertador a las seis de la mañana, salto de la cama y me voy fuera, estamos atracados, rodeados de grandes barcazas oscuras, no ha amanecido todavía. Es algo muy particular despertarse y encontrarse aquí en mitad de este río rodeado por tierras planas y verdes. Mediodía: llueve torrencialmente, el cielo claro y los barcos pasan al otro lado de la cortina de agua como sombras plomizas flotando sobre una superficie luminosa. La línea de la orilla perdió el verde brillante y quedó como una sombra a la espera del alba. Del tejadillo del Rocket cae ruidosa y alborotada el agua. Hago algunas tomas, juego de grises y sombras, composición de formas, perfiles planos... pero tengo que atender a un joven estudiante muy serio con ganas de hablar, debo hacer un esfuerzo desacostumbrado para entenderlo. Media hora después brilla de nuevo el sol, sobre el verde corren unas nubes suaves y algodonosas que se mezclan con el añil del cielo. El río, los barco, los cuervos, el parloteo gritón más allá de la puerta de los compartimentos de segunda clase.



 

Dhaka, 18 de septiembre 


Las calles, el casco antiguo, son lo más notorio de la ciudad. El tráfico ha quedado colapsado por los riskshaws. Curiosos a cientos por todos los lados. Dhaka ha sido hoy únicamente una oficina de Internet y unas pocas fotos.

Dhaka, 19 de septiembre 


También es éste país de cuervos de cuello ceniciento, las cornejas que revolotean por todas las calles de la India; su graznar se mezcla con mi lectura de las aventuras de Rama. La habitación se abre a la calle por dos amplias ventanas. Después de la ya acostumbrada lluvia de la mañana, el día se aclaró, me acomodé en la cama junto a la ventana, regulé el ventilador a la máxima potencia y me puse a la tarea de leer y acariciar la extrema suavidad al alcance de mis manos; relajados, desprovistos de tensiones sexuales, son la suavidad y morbidez perfecta, un placer delicado que comparto hoy con la lectura en este rato de soledad. Barata va a la busca de Rama para entregar la corona a su hermano, acaba de cruzar el Ganges. ¡Cuánta doctrina se ha levantado en torno a estas cosas! Las episcopales preocupaciones de la Iglesia, la mano correcta que toca y acaricia, el lugar donde busca el reposo. Ahí está todo el misterio, entre las piernas de una humanidad a la que no dejaron nunca tranquila tocarse los huevos desde el nacimiento de las más primitivas teocracias. Si hubiera de establecerse un culto lógico, por fuerza la lógica habría de recaer en este espacio mágico de la genitalidad, alma y espíritu, refugio siempre cálido de nuestro cansancio e insomnio. La mística de la genitalidad, ascesis y campo solaz de nuestra interioridad.








La humedad brotando al fondo de la ternura y las caricias, similar a la humedad de nuestros ojos cuando nuestra emoción sobrepasa un límite. Pero nada de brusquedades, acción distraída, tiempo de caricias espaciadas, lento discurrir de la mañana, juego de encuentros. El precioso juguete me ha arrancado de la lectura, miro el tráfico de la calle, disfruto de mi estar solo. Imagino que tiene que ser muy triste usar esto sólo para mear; no llegar a descubrir cuánta música, placer, uno puede colectar en la ascesis del propio encuentro es un pecado imperdonable. Los ricksaws ruedan apelotonados en un tráfico imposible frente la ventana. Podría ser diferente, pero no, el ventilador sigue dando vueltas impasiblemente, el té está ahí frío, olvidado, de la calle sube el rumor del tráfico de hace un rato. Nada ha pasado, yo vivo en este pequeño rincón de Asia y nada de lo que yo pueda vivir interesa a otro que no sea yo mismo.







Chiliharti, 20 de septiembre 

En el extremo norte de Bangladesh. Doce horas de viaje nos han depositado en un simpático rincón del país: cuatro o cinco calles abarrotadas, limpias; librerías, farmacias, restaurantes, fábricas de muebles, tiendas de comestibles. La calle es una larga fila de chiringuitos construidos con madera y hoja de palma. Paseamos, se paran delante de nosotros, nos miran, los más atrevidos se interesan educadamente por nuestras señas de identidad, se las damos, se despiden agradecidos. Con frecuencia nos hemos sentido agasajados en este país.








Escribo estas líneas bajo el ventilador de la habitación; las ventanas y puertas están abiertas para que corra el aire. Tenemos visita a cada momento, a metro y medio van apareciendo caras desconocidas, miran inquisitivamente a través de la ventana o la puerta como si estuvieran contemplando el circo, los brazos caídos, ausentes, ligeramente sonrientes: parecemos unos bichos raros traídos al zoológico esta misma tarde.
Hoy tuve mucho tiempo para hacer nada, también para adormilarme. Me sorprendió mi recogimiento familiar. Pensaba que después de mucho vivir llegaría un día en que me dirigiría a ellos y les diría: “bueno... esto se acaba”, y lo sentía como una cosa tan natural, que yo mismo me sorprendía. Creo que tenía en el ánimo a mis hijos (quizás Berta era yo mismo y lo pensaba desde la presencia de los dos), era un día cualquiera que nos sentamos alrededor de la mesa. Estaba bien ese “esto se acaba” porque lo sentía intranscendente, un acto cotidiano, no había nada que recordar especialmente, nada que decirse, era tan significativamente hermoso como cualquiera de esas tardes de El Chorrillo que se acaban entre malvas y azules hundiéndose en el cielo estrellado de la noche.
Creo que algo lo soñé, porque además de la idea había el paisaje, parecía la plataforma del estanque, había sillas, una mesa en donde apoyaba el brazo izquierdo, pero la idea base, la presencia de mi familia, era constante sobre el fondo del paisaje al norte de Dhaka. Y era también clarividente la certeza de estar al final de la vida como el caminante que se sienta sobre un prado dispuesto a pasar la noche después de una larguísima caminata desde el alba.
Me gusta esta última imagen. Difieren en mí estas visiones terminales de unos años para otros. El último Invierno recogió oportunamente unas imágenes bien diferentes, que correspondían a una situación y a un camino bien distinto. Hoy la curva del tiempo está de la parte de acá, va hacia el final: Entonces estaba en la cúspide de la ola, el momento en que inflexiona desde lo ilimitado por venir y la certeza recién adquirida de la finitud, la decrepitud, las dudas, los miedos, la llamada de la soledad entrevista al final de todo.







Kakarbita, 22 de septiembre 


En la frontera con la India, alguna anécdota con la poli, que quiere dinero y que nos retiene durante un par de horas tratando de conseguir algunos dólares; las amenazas de denuncia y de llamar de inmediato a la embajada termina por convencerles de que no van a sacarnos nada. Nos dejan partir resignados. En fin, cosas del viaje. Antes, esta mañana, había un diluvio que nos retuvo durante varias horas, pero era bello mirar el campo verde, las palmeras, el estruendoso caer del agua del monzón. Cuando escampó nos desayunamos una larga colección de dulces de toda clase acompañados por té con leche.

Después de un par de cervezas, las primeras desde los tiempos de China. Desde Benarés nos llegan noticias de Lucía y Quique, se quejan de que el turismo llegue a contaminar hasta el punto de hacerles perder el contacto con el país, con eso que después nos hace sentirnos extremadamente sensibles respecto a los fenómenos naturales: la muerte, la religión, los sentimientos erráticos y fantásticos de la gente. Algo parecido, creemos, nos sucede a nosotros, nuestra visión de la India, diferente en parte de lo que exponíamos días atrás, se matiza no sólo con lo que vemos sino también con lo que leemos (revistas, algún diario, algún libro) y así esta jodía realidad termina por mediatizar y cuestionar esa pulida mirada de hace años.






Deberíamos dejar de ser turistas para convertirnos en viajeros, tratar de saltar por encima de esa plaga multitudinaria que se mueve por el Planeta y tratar de encontrar algo diferente. Yo experimenté en Benarés uno de mis grandes encuentros con la vida, y no dejé por ello de toparme con turistas americanos de pantalón corto cuya única obsesión era fotografiar un cadáver consumiéndose por las llamas. Hay que olvidar estas cosas y perderse por las calles entre la gente.





A veces deseo ardientemente volver a casa para ver sobre la pantalla los centenares de rostros que la premura del trabajo fotográfico no me ha dejado contemplar a satisfacción. Me pregunto que música elegiré para contemplar toda esta enorme cantidad de retratos. El invierno andino de la Patagonia lo vi con un selección de música de Wagner, fue magnífica aquella madrugada de proyección solitaria, como volver en toda plenitud a aquel invierno intenso de muchos grados bajo cero. Imaginar las fotografías de la India deberá constituir algo parecido a ponerse en camino de nuevo. 
Quizás el entusiasmo de este momento esté adobado con los recuerdos del día. Entre Bangladesh e India, esta mañana, no había nada que se pareciera a una carretera convencional, se abandona Bangladesh y, después, por un camino, nueve kilómetros, con un riskshaw que hace de guía y lleva nuestros macutos, se avanza campo a través por un paisaje idílico de arrozales y campos llenos de niños que se acercan en bandadas con el hello en la boca; así que retratos, muchos, niños, ancianos, mujeres, verdes brillantes mientras el riskshaw avanzaba delante de nosotros. El camino termina por acabarse, despedimos al rickshaw, andamos entre arrozales un buen rato, terminamos por coger un camino de dos palmos de ancho inundado de agua donde se acuclillan mujeres que quitan las malas hierbas. Esplendor de mañana, esplendor de verdes, de gente, de rostros, de nubes gordas y altas bailando sobre las palmeras. Llegando a la frontera india después de hundir nuestras sandalias durante un buen rato en el fango. 

Cercanías de Katmandú, 23 de septiembre 

Es curioso, estoy a hora y medida de Katmandú y no hay en mí apenas nada de la euforia paisajística y alpina que esperaba. Imagino que tiene que ver con nuestra baja forma física; meses y meses sin mover las piernas es mucho tiempo, demasiado para enfrentarse ahora a las grandes caminatas del Himalaya. Tampoco moralmente estoy preparado. Empieza ahora ya la temporada para caminar y Nepal no está precisamente a dos pasos de casa.














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