Tunxi, Huangshan, Guilin, Yangshou, el río Li

Guilin

Tunxi (o Huangshan city), 24 de julio


Terminé Demonios. Grandiosa la última parte, grandioso ese imprevisible desenlace.
Bajamos de Tangkou esta mañana. Terminamos de mal humor: el olor del dinero fácil bajo las narices de algunos taxistas, hoteleros, etc., crea situaciones cabreantes. Cosas del hecho de viajar.
Todavía las piernas acusan los miles de peldaños de ayer. Hoy viajamos separados, miro por la ventana, observo las caras a mi alrededor, los búfalos en el río, los campesinos, con el agua hasta la rodilla, laborando el arroz. Al salir de una curva el autobús pierde el control y empieza a bambolearse de un lado a otro de la carretera aproximándose peligrosamente a un talud que termina cien metros más allá en el río. Se detiene aparatosamente en el borde. No hay reventón, después de un largo rato nos ponemos en marcha a una muy discreta velocidad.






Es hermoso mirar el paisaje durante horas y horas mientras uno se aleja camino de no sé sabe qué. Berta no pierde el tiempo, también le da para enamorarse, aunque ahora lo tiene más crudo porque las chinas son con mucho más interesantes que ellos. Son gente francamente afectiva y tratable, lástima que nuestros sistemas de comunicación sean incompatibles. Hemos hecho algún esfuerzo por aprender chino pero su estructura tonal (una misma sílaba la entonan de cinco maneras diferentes, dando como resultado cinco significados distintos) y nuestro deficiente oído lo hacen verdaderamente difícil.





Tunxi, 25 de julio


Una estrecha abertura entre las dos cortinas proyecta un ángulo de luz sobre el techo, las sombras de los viandantes, los coches o los rickshaw se mueven en lo alto en una realidad paralela como si se tratara de un eslabón entre el sueño y la vigilia. Estamos en un tercer piso. Me despierto, observo los elementos de esta habitación, escucho el ruido motorizado, aparatoso que sube de la calle, el siseo del aire acondicionado. Recuerdo una habitación de un hotel de Génova que describí en mi primera novela, la sensación de estar viendo lo que me rodea como desde un segundo plano de la conciencia, percibiendo la habitación a través de mi cuerpo de músculos doloridos, de laxitud activa, de expectativa pasiva, como alguien que tuviera todo el cuerpo amortajado y mirara a través de una pequeña abertura blanca. El cuerpo inmovilizado, la vista describiendo lentos círculos a su alrededor.








Tengo necesidad de ir al baño, pero temo perder el hilo de las sensaciones. Claridad de mañana en un remoto hotel en busca de esos pequeños y repletos tiempos de la vida que quedaron varados en algún lugar esperando el momento preciso, la laxitud de una mañana de tráfico como hoy para resucitar. El colegio, todo lo relacionado con mi profesión, puede desaparecer. No me interesa. Mi yo tiene poco que ver con ese mundo en este instante. Prefiero la cercanía de ese otro yo que anduvo por Italia, el de las largas experiencias solitarias por los montes y caminos de Europa. Se me aparece como lo genuino de mí mismo. Y la memoria se recrea ahora en ciertas truchas escabechadas al final de una Alta Ruta de Gredos, dulce borrachera que me llevó como en volandas por la carretera de Gredos hasta cerca de Avila; las montañas, a veces una playa, el mar, los campos, los grillos de las cercanías de Nuestra Señora de Guadalupe. Mi yo asoma en la memoria de todo esto brillante como los ojos de un gato en la oscuridad. Como un grito la voz va de roca en roca, se hunde en la niebla, la oigo multiplicarse en un eco formidable de soledad plena.

El yo que tengo delante amedrenta al que mira en la penumbra lechosa del amanecer la realidad de hoy, lo mira condescendiente pensando que acaso lo que le queda por delante será por fuerza realidad atenuada, descafeinada. Por eso debo seguir hablando de la plenitud de las sensaciones, de las indescriptibles posibilidades de la naturaleza, del espíritu, llamado a la plenitud desde las mediocres redes de lo cotidiano  que arrastra y convierte las esencias en materia gris y triste. Me llamo a mí mismo.
Tiro del hilo de las sensaciones, no quiero que se me escurran hacia la luz del día, vuelvo a aquel día de invierno de las truchas escabechadas regadas con vino rosado, los esquís, la noche, el frío, el esplendor tenue del amanecer. No importa que aquello no fuera exactamente como lo recuerdo hoy, lo que fuera dio lugar al esplendor del recuerdo, es la imagen de aquello lo que hoy cuenta. Hay instantes en la vida que dejan rastros poderosos en nosotros. Caminamos, vivimos y de vez en cuando nos hacemos visionarios. El tiempo hizo madurar el pasado. Un haz de luz atraviesa el espacio de la mañana y la luz empasta los recuerdos y las sensaciones.





Huangshan-Guilin, 26 de julio


De nuevo en el tren. Hemos dormido a pierna suelta cinco horas. El paisaje es una sucesión ininterrumpida de cultivos de arroz, pinos, pequeños lagos y bucólicas lomas.
Anochece, los rostros sonrientes de Huangshan se han vuelto adustos y reticentes en este vagón de tren en que nos ha tocado viajar. Esta gente ha cambiado mucho. Llama la atención la naturalidad con que escupen en el suelo, echan los esputos entre los asientos o tiran los restos de comida, cuencos llenos de arroz y restos de pollo, al andén de la estación. La policía nos advierte en dos ocasiones sobre la posibilidad de robos nocturnos. Hay unos individuos al lado que no me gustan, miran, intento mantener la mirada pero me ganan. Es una mirada de brutos.
El paisaje agrícola de esta parte del país es muy bello. La luz espejea en la superficie achocolatada de los cultivos inundados; en el ajedrezado de los cultivos reina el verde brillante del arroz tierno.
Llegamos a Guilin a las 4:30 de la mañana después de veintiséis horas de viaje. Demoramos una hora buscando hotel.





Yangshou, 27 de julio


Yangshou, en las cercanías de la conocida Guilin (esplendoroso espectáculos de pináculos calcáreos reinando sobre el sur de China). Vemos casi por primera vez turistas extranjeros a trochi moche. No importa, el paisaje merece aunque haya que pasar por el trago. Por la mañana hemos dado muchas vueltas tratando de huir de toda clase de vendedores, hasta dar por fin con lo que queríamos. Hemos alquilado un barco para el atardecer, que nos va a llevar río arriba para encontrarnos con el crepúsculo de hoy, navegaremos solos. Para mañana trataremos de encontrar otro que esté dispuesto a salir a las cuatro de la mañana para poder ver amanecer en el río. Un barco para dos personas en medio de estos parajes es con mucho un sueño.





Remontando el río Li, 28 de julio

Salimos en plena noche, el espectáculo y el ambiente son magníficos, los picachos alrededor del río sobresalen entre la niebla; largas hilachas grises cruzan las sombras de estos atrevidos riscos.
Al mediodía la luz se hace plana y los pináculos pierden el esplendor de la madrugada.
La saturación de lo bello. La belleza del paisaje parece perder algo de su encanto en la reiteración de sus formas, bellas pero similares y reiterativas.






Tren Guilin -Kunmin, 30 de julio


Llevamos cuatro horas de viaje, en el aire flota el sopor de una humanidad sudante. Hacemos hueco en el pasillo para los macutos y nos dedicamos a prepararnos para el viaje de día y medio en las peores circunstancias. Retiro el Marco Polo de la tapa del macuto y busco la manera de hacerme un asiento aceptable con las botas en lo alto. Hay que hacerse fuertes para mantener las posiciones: gente de todo tipo carga por el pasillo arrastrando bultos y paquetes cada vez que el tren se detiene. No les queda más remedio que abrirse paso entre las carnes de los pasajeros ya firmes en sus sitios. En el hacinamiento de esta mañana una pareja de pasajeros nos ofrece vendernos sus asientos, regateamos, no llegamos a un acuerdo, el precio que piden es similar al costo de los billetes. Nos vamos colocando, no se está mal. Espalda contra espalda me sumerjo en El libro de las maravillas. Sudamos como pollos. Empiezan a pasar los carritos con las viandas del desayuno, las bandejas se tambalean por encima de nuestras cabezas y un chorro de caldo oscuro y pringoso cae como lluvia sobre mi cabeza y sobre el libro. El trasiego es continuo, se vende de todo: frituras, helados, bebidas, arroz, fideos... Una gallina cacarea metida en una saca.





El tren arranca una vez más, la masa humana, apretujada carne contra carne, semeja un perolo dispuesto para el guiso. De pronto se levanta un tumulto de voces y movimiento en el fondo del vagón; sobre ellos se alza la voz autoritaria de un individuo de grandes dimensiones. En su mano derecha, en alto, rozando el techo, lleva una pistola; con la izquierda empuja a otros dos individuos esposados. Su determinación no admite réplica, con el dedo en el gatillo de la pistola pasa amenazante abriéndose paso a empujones entre todo este gentío.
Transcurren muchas horas. El tren sube muy lentamente entre las montañas. Hoy no hay posibilidad de moverse, los vendedores no serían capaces de atravesar esta masa humana; así que ni siquiera el refrigerio de un té: quietitos, leer, descansar, cambiar ligeramente de postura y esperar que no entren ganas de ir al váter. Después de la parafernalia de la primera hora ya se puede mirar apaciblemente por la ventana. Medio vagón dormita envuelto en un sopor pegajoso y acre. Se ven pasar campos de maíz y arroz. Turú turú, turú turú.





Viajamos en apretada humanidad, humanidad en el más primitivo de los sentidos. Hoy no hay mucha diferencia entre el hombre de  Neanderthal y muchos de los pasajeros de este tren; manifestaciones elementales, comer, beber, evacuar, sudar; cambian la ropa y algunos usos, el medio de transporte, pero en esencia el hombre es el mismo de diez mil años atrás. Con un poco más de espacio del que disponemos en este vagón la gente se recompone y hace de sí un pájaro más estirado y vistoso, pero la esencia de su ser parece no ser muy diferente a la de sus ancenstro. Imagino al bruto de entonces muy similar al bruto de hoy. Tengo sentado por encima de mi cuaderno a uno de ellos: abre las piernas, aclara la traquea, el esófago, los intestinos, y deposita con estruendo el resultado -un conglomerado inmundo de viscosidades de diferente color y forma- en el suelo; las salpicaduras alcanzan a todos los pasajeros próximos; después tapa un agujero de la nariz con la mano y vuelve a repetir la operación, los mocos salen disparados esparcidos por el suelo entre las piernas de los viajeros. A continuación pela unos huevos cocidos: al suelo las cáscaras. Lo que nos separa del hombre primitivo no es el tiempo, es la civilización, la cultura.



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