Pekín, 14 de julio
¡Uf, por fin en casa! Trabajo forzado este de turista. A las seis de la tarde tuve que buscar un lugar para tumbarme porque no podía más. Me sucede de tanto en tanto. Calor, sueño, cansancio, todo se junta. Dormir estirado entre la muchedumbre que pasa interminable por Tiananmen es un placer poco corriente. Despertar brusco y carrera hacia la ópera.
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Plaza de Tiananmen |
El aspecto de las calles por la noche invita a sentarse delante de una cerveza y esperar a la madrugada charlando. Hay chiringuitos a cientos por todos los lados. Vemos como se improvisan bailes colectivos en algunas calles, una megafonía rudimentaria basta para ello. Me recuerdan las terrazas de Marruecos a la caída de la tarde. ¿Podrán vivir los chinos tan en la calle dentro de una década? Me temo que no, esto parece posible sólo hasta cierto nivel de vida, después vendrá la higiene y un montón más de regulaciones municipales que harán imposibles estas cosas.
Un váter publico con sólo un par de tabiques de separación, un agujero, una zanja para orinar. El acto de defecar en presencia de otras personas parece una de las cosas más corrientes del mundo.
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Plaza de Tiananmen |
El tiempo vuela, los deberes de turista son casi agobiantes. Estuvimos en el museo de Ciencias Naturales; cito de memoria: “La vida es relativamente corta en relación con la inmensidad de la existencia del hombre sobre la tierra, sin embargo, es a través de pequeñas contribuciones personales que la humanidad se desarrolla continuamente”. Una idea corriente cogida al vuelo para afianzar más la confirmación de nuestra extrema pequeñez cuando se repasan estos gráficos que muestran la evolución de la vida sobre la tierra.
“¡Oh, qué genio el mío! Me reconozco en Nicolás. Reconozco esa fogosidad, esa posibilidad de violentos, amenazadores arrebatos...” (Demonios 163. Palabras de Barbara Petrovna)
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Pekín estación |
Pekín, 15 de julio
Carta a casa. Las once de la noche. Sobre la mesa un vaso de té, el enésimo, mamá se ha quedado frita en la cama con los Cuentos de Canterbury apoyados en la nariz. Estamos aquí desde las cino o seis de la tarde, veníamos corriendo como quien busca in extremis un oasis de paz en la vida extenuante de turista. Hoy le tocó a la Gran Muralla y a las tumbas de la Dinastía Ming. El espectáculo de las murallas es inenarrable, un colosal desfile de miles de personas sudando la gota. La obra es grandiosa (decía Neil Amstrong que es la única obra humana que se distingue desde la luna), pero le falta soledad y el esplendor de la tarde o el amanecer, todo resulta plano y excesivamente cotidiano bajo este calor aplastante; está, además, el constante asedio de los vendedores. Si los niveles de renta de la humanidad suben apreciablemente en algunos años, va a ser imposible prever como se organizará el turismo para que media humanidad pueda ver la Mona Lisa o la Muralla China. Esperemos que los chinos puedan seguir manteniendo el control sobre la natalidad.
En Tiananmen todas las mañanas sacan del congelador el cadáver de Mao y lo exponen al público durante un par de horas. Esta mañana, muy temprano, la cola debía superar el kilómetro. La sensación de humanidad en continuo movimiento es muy fuerte desde que pisamos el país, pero no es una impresión desagradable, en ocasiones es divertido: empujones, achuches, meneos en los medios públicos; gentío continuo e ininterrumpido en lugares como la Ciudad Prohibida , o en las calles principales. Uno termina por acostumbrarse. El aspecto más agradable lo ofrecen la noche y la multitud de chiringuitos; la calle es reina y señora de la vida cotidiana, pero a esta hora lo es con más razón: bailes colectivos, gente jugando a las damas chinas frente a sus casas, miles de ciclistas pedaleando a lo largo y ancho del día.
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Besos, Papimami
Pekín-Nankin, 16 de julio
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Nankin |
Viajamos en un vagón de ciento y la madre. Frente a mí mira seria una mujer de cara de porcelana. El dibujo de sus labios baila en su rostro como una fiesta.
Más de las dos de la mañana. La máquina de ajedrez ha obstruido mi jaque mate con un movimiento sin salida: tablas. Me duelen los ojos. A excepción de asiduo lector a mis espaldas, todos los pasajeros duermen. La chica de los labios bonitos se prepara para pasar la noche: se echa gotas en los ojos, se mira su cara linda, se quita los pendientes y, por fin, arropada en la camisa de su chico, se recuesta para conciliar el sueño. Ahora puedo mirarla sin obstáculos.
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Yangtse |
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Souzhou, 19 de julio
Cuando hay unos pocos canales ya estamos en Venecia: la Venecia de Asia dicen que llaman a esta ciudad. Las calles tienen un aspecto provinciano que me gusta. Fueron, sin embargo, una joya los jardines: las rocallas, los estanques, los puentes, los pasadizos sobre el agua. Delante del estanque mayor imaginé una actividad digna para una jubilación. Ya pensé nada más comprar nuestra casa en un río que podría recorrer transversalmente la mitad sur de la parcela. Con el tiempo aquella idea perdió fuerza, con la visita a los jardines de Suzhou resucita una idea mayor. Aquello era una reproducción de la naturaleza, ésta es una adaptación de la naturaleza a la estética y a las necesidades del hombre.
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Jardines de Souzhou |
A veces la realidad es excesivamente plana y corriente, tan cotidiana que a uno le cuesta sacar la cámara aunque se encuentre ante una de las maravillas del mundo. Las tales maravillas lo son sólo cuando las circunstancias ayudan: la luz, el ambiente, la noche, la lluvia, la niebla, el estado de ánimo incluso; el cielo plano y la luz cenital son capaces de echar por tierra todas las maravillas del universo. Algo así le suceden a estas realidades que vemos. Lo exótico cada vez es menos exótico, deja de serlo por el hecho de ser frecuentado, conocido en exceso; la realidad se disuelve cada vez más más en la licuescencia de lo prosaico y cotidiano. Se trata de esa mismidad universal (Verdú) en la que se está sumergiendo el planeta, todo lo mismo, todo lo ya sabido... como si más allá de esa mismidad sólo fueran quedando retazos de naturaleza y algunos pueblos remotos.
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Souzhou |
Veo en la televisión un reportaje sobre el cerebro, una craneotomía. El recuerdo de mi madre tocándose la cabeza y cubriéndose la calva que le había quedado después de la biopsia diciendo: “desde que me han abierto aquí...” Me hace estremecer este recuerdo, la química del cerebro trabajando a su aire. El cerebro deja de funcionar, tu madre va perdiendo conciencia al mismo ritmo en que las células del tumor entran en metástasis. Es el principio del fin, las funciones se van atrofiando poco a poco, poco a poco, hasta el último esputo, hasta el último latido; después nada, silencio, se acabó.
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Hangzhou, 21 de julio
La paz de la hora de siesta en el hotel, vida cotidiana llena de encanto, cambiamos de ciudad y de entorno a cada momento, pero encontramos siempre lugares a las que sacamos el gusto de la penumbra.
“- Pero por qué se pone Vd, de rodillas?” “-Pues porque al despedirme del mundo quiero, en su persona, despedirme también de mi pasado... Me postro de rodillas ante todo lo que hubo de bello en mi vida, lo beso y le doy las gracias” (Trofímovich, pag. 456. Dostoievski. Demonios).
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Hangzhou. Templo Lingyn Si |
Una vez sustituí la ternura de Piao por la suavidad y morbidez de mi cuerpo. La ternura tiene también estas cualidades, es un concepto entrañable sobre el que quería extenderme, pero lo que escribí era demasiado confuso. Ternura-suavidad, ternura-belleza, el ideal de lo femenino anda por ahí revoloteando con su efluvio de ambigüedad. Trofímovich se postra ante la representación de la belleza que el siempre amó. Nos vamos a cenar.
Abobaos vamos por el mundo descubriendo las cosas; pero ya sonreímos menos. Vamos aprendiendo. Unos cuantos años más y podremos comer y hospedarnos en casi todos los lugares del mundo como si estuviéramos en nuestra propia casa.
Hace días especulaba sobre esto de viajar juntos a raíz de la experiencia de Mario. Me veía entonces como el Capitán Trueno en cuarentena, madurito, a remolque de los años y de la compañía, y soñaba. Hoy puedo especular de otra manera. A veces no es fácil adaptarse uno a sí mismo, a sus condiciones de todo tipo, sucede que uno berrea encaprichado por las hazañas de los héroes de este y otros planetas. Pero ocurre que entre tanto descubre un rincón de una ciudad, un parque, el placer de andar, el despelote en el hotel, la hora de la siesta, las excelencias de la comida china y... el hecho de que las relaciones un día sean mejores que otras... y entonces se siente como un rey en medio de la tarde.
Hanzhou. Tangkou (Huangshan mountain), 22 de julio
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Huangshan mountain |
Eso ayer. Hoy partimos del hotel a las cuatro y media de la mañana, había unas pocas estrellas y una delgada línea de luz por el este. Subimos en taxi precipitadamente en busca de las primeras luces de la montaña, pero... la montaña estaba cerrada. No la abrían hasta las seis. Mientras tanto llegaron los primeros microbuses, uno, dos, tres, nubes de chinos alborotadores como patada en el estómago en esta madrugada alpina. Se sumaron enseguida los vendedores, los taxis, más gente. En pocos minutos invadieron todo, ocuparon las ventanillas de los tickets, la entrada del funicular: empujones, colones siempre, barullo. La esperanza: ser los primeros arriba y comenzar a andar antes que la plebe nos aplastara. Craso error, arriba ya estaba todo invadido, los caminos ocupados, otra multitud procedente de los hoteles de las cercanías irrumpía en las plataformas superiores que ofrecían, pese a todo, una hermosa vista sobre los picos circundantes emergiendo sobre la niebla.
En el valle un mar de nubes irregular rompía contra las laderas. La imagen en sí era bella, recordaba rincones solitarios, el esplendor de la naturaleza que se muestra a unos pocos privilegiados solitarios; aquí, sin embargo, la multitud hacía imposible una relación íntima con la belleza.
El itinerario era una enmarañado de escaleras y caminos tallados sobre la roca. El interés fotográfico se centró en el mismo trazado del camino y en la masa de gente que circulaba por él. Un armonioso trabajo que sube y baja las montañas por enrevesados y difíciles escarpados, y que termina creando pequeñas obras de arte en el afán por buscar un itinerario armónico a través del jeroglífico de los pináculos calcáreos. La niebla jugaba con los riscos. A veces la luz era de una suavidad acariciadora.
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