Transiberiano, 2 al 7 de julio
Mis primeras impresiones cuando subimos al vagón del tren eran un revoltijo de pasajeros junto al parsimonioso ponerse en marcha del Transiberiano. El calor era insoportable; si aquello no echaba a andar pronto todos terminaríamos cocidos en una salsa de sudor y calor; alguna incomprensible ordenanza parecía prescribir el hermetismo de puertas y ventanas. Un enigma, después de todo estábamos en Rusia y no era cosa de ponerse exigentes; de momento esperar y sudar.
El misterio del legendario tren estaba a punto de desmoronarse, aquello se parecía mucho a los viejos expresos de los años setenta en los que hacía, al principio de las vacaciones de verano, el recorrido Madrid-Port Bou camino de Italia. Únicamente lo diferenciaba el empeño claustrofóbico con que las autoridades ferroviarias mantenían cerradas a cal y canto puertas y ventanas bajo el inclemente sol de la hora de la siesta en un día en que la capital moscovita era arrasada por una ola de calor capaz de acabar con una voluntad de hierro.
El tren dio un tironcito y se puso en marcha. Recordé las tantas veces que había soñado con ese viaje exótico a través de la taiga, cómo entonces mi imaginación dibujaba las largas horas de tren acompañadas de lectura, de mirar el paisaje plano de la estepa. Ahora los tiempos del romanticismo habían mermado mi capacidad de asombro y observaba con curiosidad las expectativas de entonces como si aquello hubiera sido soñado por otra persona. Recordaba mi primer largo viaje en tren por la las orillas del Ganges, una apacible tarde cayendo dorado el sol al fondo, el tren semivacío, los campos pasando apacibles junto a la ventanilla. Desde aquel viaje solitario habían transcurrido no menos de quince años, el tiempo suficiente para que mis hijos se hicieran mayores y tanto yo como Berta pudiéramos pensar en estrenar la autonomía que se nos había venido encima con la emancipación de nuestros hijos. Ninguno de los dos queríamos caer en aquella premonición que una vez leí en Corre, conejo, de Updike, algo así como que nuestros mejores años de la vida —nuestra forma física e intelectual— terminan tras una larguísima crianza; nuestro tiempo sería diferente, asumiríamos el reto con dignidad y entusiasmo, nada que pudiera parecerse a vegetar o dedicar los años a curarse del reuma.
La temperatura descendió algo con el movimiento. El tren corrió enseguida por un larguísimo corredor abierto en el bosque, uniforme, igual por cientos de kilómetros. De vez en cuando aparecían en los claros unas pocas casas de madera con tejado de latón oscurecido por los años.
Había transcurrido la primera noche, se dormía bien en el tren, el suave traqueteo era como el balanceo de una cuna. La temperatura se mantenía en un punto que hacía agradable la estancia en el compartimento. Mi cuerpo disfrutaba de una admirable tonicidad, y parte de ella se la debía a esa pequeña habitación en la que viajábamos y en la que no faltaban esos detalles que siempre eran de agradecer: una mesa para trabajar junto a una gran ventana, la estantería para los libros, el diván para sestear o leer tumbado, la despensa bajo el asiento... Nada faltaba en estos tres metros cuadrados. El tren paraba a horas precisas en lugares donde era posible comprar comida; el agua caliente estaba siempre disponible para acompañar el traqueteo con un té; todas las necesidades parecían cubiertas. Me sentía aliviado por el hecho de que no tuviera ningún tema de escritura acechándome en esos días, ser lector a tiempo pleno me producía un alivio inesperado; incluso jugaba con la posibilidad de liberarme definitivamente de esa obligación obsesiva con la que había compartido cama y posada durante los últimos años.
Hacía dos años que la muerte de mi madre me había situado en el umbral de un tiempo distinto, y ahora no sabía muy bien qué era lo que tenía que hacer conmigo mismo; muchos de mis proyectos últimos mostraban ese algo de incertidumbre que produce encontrarse delante un pedazo de vida con la convicción de que es el momento de hacer con ella lo que a uno le viene en gana. Entonces, la circunstancia de la muerte de mi madre nos había impelido a emprender un largo viaje al que nosotros nombramos humorísticamente como de reconocimiento, algo así como querer comprobar que efectivamente la tierra daba vueltas o que el estrecho Magallanes no había sufrido grandes percances desde la primera circunnavegación de la Tierra. La sólida estructura del planeta podría confirmar plenamente los efímeros apresuramientos de nuestras vidas; la perspectiva alumbrada por centenares de horas de viaje quitaría marras a los pomposos interrogantes con que la orquestación social y la educación habían llenado desde la infancia nuestros cerebros deseosos siempre de trascendencia y culo calentito junto al radiador los meses de invierno. Era el momento de echarse a la vida con los puesto. En aquellas fechas tomamos unos meses de vacaciones y volamos hacia la Patagonia, tierra mítica hasta entonces en cuyo borde occidental se levantan los Andes con la mole granítica del Fitz Roy presidiendo todos los sueños imposibles de una juventud que definitivamente se había esfumado. Regresamos cuatro meses después; tras los primeros momentos de euforia, pasadas las largas tardes de ver las espléndidas diapositivas del viaje, la aglutinación de los recuerdos en torno a las montañas heladas del archipiélago chileno, los magníficos colores del desierto de Atacama, el mundo idílico surcado de flamencos de los alrededores del Parinacota coronado de sus nieves perpetuas, en fin, la selva del río Beni en Bolivia, los valles del Inti-Illimani y los Jungas... pasado todo eso, entrados de nuevo en la vida cotidiana, en el trabajo, parecía como si los días se transformaran, en aproximaciones desganadas y cautelosas, hacia la verdad inconfundible del tiempo que se pudre entre las manos, que yo aceptaba con muy mala gana y que parecía sobrellevar con la esperanza de obtener unos pocos réditos, unos pocos proyectos con que alimentar el futuro. En fin, me horrorizaba la comodidad en la que me veía naufragar en esa tierra de nadie que era la llegada a los cincuenta.
Atravesamos un apacible valle salpicado de casas de madera que se reflejaban en las aguas del río. Atardecía. Un hilo de neblina cubría las laderas. El tren se balanceaba suavemente con el traqueteo acostumbrado. Acabábamos de dejar atrás los Urales, los dos chinos del compartimento se habían dormido y la débil luz a la cabecera de mi litera alumbraba las primeras páginas de Un héroe de nuestro tiempo, de Lermontov. El silencio del vagón y las sombras de los abedules pasando ligeras más allá del cristal de la ventana del compartimento invitaban a dejar vagar los pensamientos de aquí para allá. Estábamos en Asia, me decía; pero la idea no me sugería nada en especial, me sentía a gusto, relajado, había disfrutado de un ocio inusitado durante todo el día; ocio que había entretenido en leer y en jugar al ajedrez. Sólo cabía estirarse en la litera entre las sábanas y procurar un sueño relajado. Una apacible manera de atravesar Siberia. Eché una ojeada a la ventana, una medio luna iba y venía por encima de los árboles.
La imagen de los pueblos decrépitos que atravesábamos a lo largo del día me servía en esos momentos de reflexión, era inevitable colocar aquella imagen junto a la demencia con que los gobiernos rusos habían gastado durante décadas las rentas de su patrimonio económico y humano en colocarse con EE.UU. a la cabeza del mundo en poderío militar, a la vez que destinaba cantidades irrisorias a sanidad o a la educación; gastaron miles de millones en ejércitos por todo el mundo. Me irritaba la constatación de estos anacronismos; recordé el grito aquel de “Me han robado la vida”, que relataba Carlos Taibo en Crisis y cambio en la Europa del Este, y que repitió demencialmente una mujer durante tiempo, a la vuelta de un corto viaje a Alemania. El extremo contraste entre ambos países era demoledor.
Estos caminos de tierra, de rodadas profundas en el barro, los bosques, las aldeas, eran el paisaje de los relatos de Pushkin, Chejov, Gogol, Babel. La nieve, las charreteras de sus militares, los caballos, las posadas, desfilaban por mi memoria con su procesión de lecturas acumuladas. Sin embargo, desde el tren, lo que veía eran aldeanos rudimentarios, casas de madera en condiciones míseras; era difícil imaginar en ese cielo plano los apasionantes personajes de Dostoievski, incluso la enorme dimensión de los espacios en Boris Pasternak y Tolstoi quedaban menguadas en esa reiteración de un paisaje que se repetía a sí mismo por centenares de kilómetros. No, no me gustaban los tejados de cinc, esa invasión de lo feo en el mundo era una plaga de mal gusto. Las afueras de algunas ciudades parecían una colección de contenedores.
Al otro día el paisaje fue más abierto, las masas de abedules se alternaban con los prados, abundaban los pequeños pueblos. Se veían motocicletas con sidecar, algunas vacas, algún camión destartalado; asomaba también la marisma. La irrupción sistemática de lo útil afeaba el paisaje; se maltrata al campo sembrándolo de cemento, torretas, vallas, herrumbre. La historia de este país estaba escrita en las fachadas de las casas de sus pueblos, la llevaban los hombres y las mujeres reflejadas en sus rostros y en su indumentaria; en la mirada de los niños era posible encontrar todos los desafueros de las últimas décadas, todas las circunstancias que habían hecho que esto de hoy fuera lo que es y no otra cosa.
Mientras tanto, los pensamientos de Berta parecían navegar por mares de aguas más cálidas, había levantado los ojos del libro y los paseaba por la mañana del campo. Se abrieron las puertas del compartimento y el encargado de servicio del vagón, previo un leve movimiento de cabeza a modo de saludo, se dispuso a dejar en perfecto orden los pocos metros cuadrados del habitáculo. Los otros pasajeros, dos chinos de apetitos sexuales soliviantados por el nada que hacer durante todo el día, perseguían desde la mañana a la noche a dos hembras de su misma nacionalidad en el otro extremo del vagón, con lo que la tranquilidad del lugar era poco menos que total; los chinos, siempre de parranda, sólo aparecían para comer o dormir. El encargado, de uniforme, barría la moqueta, enderezaba los pliegues de los visillos, amontonaba cuidadosamente las mantas en un rincón, recogía los envases vacíos; todo ello con una primorosa meticulosidad, con profesionalidad impecable. Era un hombre tímido, se veía a la legua; pese a ostentar la autoridad del lugar, además de la de ser revisor, mozo, ayuda de cámara, no parecía poder evitar desprenderse de una leve sonrisa que inducía al interlocutor a dirigirse a él con una cortesía similar a la suya. El rubio intenso de rastrojo castellano iluminado por el último sol del crepúsculo de su cabello, y el azul suave de mar de sus ojos plantados en su cara regordeta de buena persona, habían llamado la atención de Berta desde el mismo momento que pisara el compartimento y se lo encontrara allí ocupado en revisar la ropa de cama. Ahora no le quitaba ojo cada vez que se cruzaba con él, a su chiringuito acudía cuando la sed apremiaba o cuando las bolsitas de té se le acababan, o cuando simplemente tenía ganas de mirar su rostro bonachón y regordeto. La tienda-bar del vagón, un cuchitril no más grande de dos metros cuadrados, era el reino de Shasha, que así se llamaba este hombre para todo que ahora empujaba con un cepillo las miguitas del suelo hacia el corredor. A ella le encantaba su sonrisa, su aire displicente y modesto, pero también la manera cortés de abrirle la puerta del servicio; apreciaba incluso cuando pasaba el aspirador por el suelo del vagón, la soltura y la meticulosidad con la que lo deslizaba por los alféizares. Con toda seguridad, pensaba yo, a Berta no podía estar dejándole de pasar por la cabeza la idea de encontrarse cuerpo a cuerpo, como diría Aute, con aquel Shasha. ¿Qué sucedería ¾le confesaría ella en algún momento¾ si en una ocasión en que le estoy comprando chocolate, mientras se aclara con las cuentas (¡qué torpe es el pobre con el dinero!), le doy un empujón, cierro la puerta y me lo meriendo ahí mismo? Lo mismo me deportan por agresión a un funcionario. Y Berta, con el libro en las manos y la sonrisa tonta en los labios de una idea feliz, se lo comía con los ojos entre bromas y serios.
La taiga, siempre igual, pasaba sin pausa; prados, pequeños manojos de diminutas flores blancas y amarillas aparecían de vez en cuando, como un descanso para la vista, en el desfilar uniforme de los bosques de abedules, los pinos, los abetos.
La cena: pollo frito, sopa deshidratada instantánea, yogur de grosella y té. De vez en cuando el tren atravesaba una estación en penumbras. Hacia una hora que habíamos salido de Novosibrisk; la capital de Siberia se tendía a la orilla del río Obi. Cerca de la una de la madrugada, dos horas después de haber comenzado una partida de ajedrez, intentaba sacudirme de encima la amenaza inminente de un jaque mate. Tras un largo forcejeo y un intenso contraataque me fue posible convertir la amenaza en victoria, valiéndome del subterfugio de darle a comer a las negras un alfíl que parecía andar en el limbo de las filas del contrario. Era un recurso demasiado fácil que había descubierto no hacía mucho; los programadores de la máquina con la que jugaba habían diseñado un programa que no resistía la tentación de indigestarse con una pieza mayor aunque ello les pusiera en situación de un jaque mate en no menos de cuatro o cinco movimientos. Aunque mi yo quedaba sobremanera halagado cuando la señal roja del jaque mate comenzaba a parpadear sobre el tablero, no dejaba de ser una victoria contaminada por el fácil recurso del engaño.
Estaba tan absorto concentrado en la partida de ajedrez, que la luz de la madrugada se había ido disolviendo hasta quedar en un mero hilacho de claridad sobre el horizonte, sin que llegara a apercibirme de una oscuridad en la que apenas podían rescatarse ya las forma de las fichas de ajedrez. El vagón vivía un extraordinario silencio. Desfilaban las siluetas de los abetos, el bosque oscuro; percutía leve la cadencia sobre los raíles; la suavidad de la temperatura era como un perfume filtrándose en la oscuridad. Arrellanado sobre el asiento, con la cabeza vuelta hacia la ventana, recordé una noche en Laponia en la que leía La Isla del Tesoro frente al foco de la linterna mientras fuera la luz de medianoche del Ártico remontaba el camino de la mañana. Toda la familia pernoctaba en la pequeña furgoneta. Fue una madrugada mágica que flotaba con intensidad sobre la maraña de la memoria. Apenas acaba de despedirse el día cuando ya la luz del sol se alzaba leve envuelta en el traqueteo reiterado de la mañana.
Las huertas habían irrumpido en el paisaje engastadas en un paisaje de prados entreverados de arbustos. Consciente de que los otros pasajeros no tardarían en levantarse, traté de dormir; sin embargo la luz se me colaba ya por los párpados. Me cubrí con la manta la cabeza, dormité, me ahogaba, retiré la manta, me volteé, me puse boca abajo; apretando el único oído con que oía bien sobre la cama, intenté aislarme de los ruidos del compartimento. Siguieron minutos de ajetreo, el tren entero parecía ponerse en movimiento, los pasajeros de arriba discutían, sus risas traspasaban mis oídos; momentos después sentí en el cuello unas salpicaduras, el chino de la litera superior rociaba con su sopa mi cabeza, los sorbidos que hacía para engullir los espaguetis traspasaban el grosor del colchón y penetraban en mis tímpanos como un gargarismo estrambótico producido por una profunda cueva marina. El sueño tiraba de mí con fuerza. En el compartimento no debía de haber ya menos de tres o cuatro chinos esa mañana, todos sorbiendo sus respectivas sopas de espaguetis y hablando a voz en grito. Del pasillo llegaban otras voces, el traqueteo me afianzaba sobre el colchón. Quedé traspuesto, me reencontré con un par de sueños de horas antes. Tan pronto en uno cargaba con los esquís sobre los prados de la Pala de San Martino, en las Dolomitas italianas, en la hierba del verano, como me enfrentaba en otro a una pecosa jovencita de aspecto chino-finés de largas trenzas pelirrojas cayéndole por la espalda. En esas circunstancias se me ocurrió que podía hacer una excursión. Le miré la cara a la chino-finesa, su rostro inexpresivo no me decía mucho, pero se puso unas bragas negras y entonces me gustó algo más. El sol de mediodía se colaba por las sábanas, un chino me dio un rodillazo mientras las gotas de sopa volvían a caerme desde arriba en el cogote. No entendía por qué coño había traído los esquís a la Pala de San Martino. Como me seguía un grupo de excursionistas disimulé estar buscando algo junto al camino para dejarles pasar, tenía que descifrar ese absurdo en seguida. Estaba dentro de un calor confortable, quizás el chino terminará sentándose en el borde de mi litera, pensé. Volví a los ojos indiferentes de la chino-finesa, imaginé alguna de esas curvas sugerentes que a veces me encontraba en los caminos del deseo; me topé con una en la que sí parecía haber fuerza suficiente para empezar, se elevaba ondulante y atractiva, quizás un tanto indefinida, pero era eficaz, me calentaba el cuerpo. Cerré los ojos con fuerza intentando huir de los sorbidos del chino, el calor me llegaba ahora más arriba y se filtraba por algún lugar de la espina dorsal. Intenté recuperar algunos otros sueños de la noche pero no fui capaz, sólo recordaba el lechoso y largo amanecer sobre los abedules, el tren en silencio, los últimos movimientos del alfil y la reina negros acorralando mi rey en el rincón izquierdo, la sensación de impotencia, la esperanza de un descuido que me permitiera hincar el diente en la yugular de las blancas por un movimiento de mi reina hasta el escaque A4, el punto definitivo que convertiría mi derrota en victoria. Los sueños se habían desvanecido y tenía que apencar con lo único que me quedaba: la muñeca finesa; pero la muñeca chino-finesa no tenía deseos y sus bragas negras eran postizas. Sólo los guarros y aparatosos sorbidos del chino volvieron a sacarme del estancamiento. Oficio de voyeur, juego delicado de los sonidos y combinaciones, fondo de conversaciones, chapoteo delicado en la concavidad oscura de la noche. Los puños cerrados, tensos los músculos, la suave lentitud de las imágenes. Tierra de nadie, tiempo de espera, el páramo, el bosque, la luz ahora tenue filtrada por una capa de nubes ligeras; el chino, su finesa, Berta recogiendo la cama, el revisor en el compartimento de al lado pidiendo el pasaporte. En fin. La evidencia del nuevo día estaba allí, me rendí, tuve que levantarme.
Ahí estaba de nuevo Shasha pasando el aspirador. Muy serio él, muy ruso. Miguita a miguita, concentrándose en su trabajo. Los chinos, aunque fueran comunistas, no tenían nada que ver con el Shasha de Berta, lo dejaban todo por ahí tirado, eran sucios y desordenados; en cambio su Shasha no dejaba miguita sin recoger, era atento, apagaba el cigarro cuando salía de su chiringuito aunque sólo fuera a abrirle a ella la puerta del baño; su Shasha utilizaba la calculadora concienzudamente y cobraba cuatro rublos con veinte céntimos por el agua mineral, y no cinco como hacía su compañero de bigote caucasiano.
El día había comenzado enarbolando en el asta la bandera blanca. Mi mente trabajaba despacio, con excesiva pesadez aquella mañana; fui consciente después de recorrer algunas páginas del libro de Bataille. Su Teoría de la religión se me atragantaba y yo no parecía dispuesto a trabajar en aquel texto como si de la Piedra Roseta se tratara; me rendía a la evidencia de que no sería capaz de digerir aquella obra. La figura de la chinita había vuelto a aparecer en el hueco de la ventana que daba al pasillo, sola, seria, demasiado aparentemente concentrada en el paisaje que se movía afuera. Li Piao, se llamaba; rondaba al chino gordinflón que dormía en la litera superior de mi compartimento. Yo no me había fijado en ella hasta la tarde anterior, tenía una dentadura perfecta, su rostro sonreía sin proponérselo; su aspecto oriental, su rostro ovalado y oscuro, el carmín de sus labios subrayando una mirada que más tenía de mujer del sur que de las tierras septentrionales de China, componían un exótico y placentero cuadro en la mañana de viaje; tenía la misma pose que aquella muchacha de azul frente al mar de Cadaqués, de Dalí. No reprimí el intento de imaginarla con menos ropas de las que llevaba, miraba su cuerpo pequeño, como de niña, la masa clara de la espalda sostenida por unas piernas fuertes y bien moldeadas. Li Piao se apoyaba negligentemente contra la barandilla y hacía que miraba distraídamente el paisaje; sólo unas rápidas ojeada hacia el compartimento, que yo había sorprendido fugazmente en ella, ponían al descubierto su interés por saber en qué momento el chino grandote bajaba de la litera o salía a hacer una excursión por el exterior. Volví al libro de Bataille, eché un vistazo a las páginas que me quedaban por leer. No eran muchas, pero no, aun así no continuaría, quizás debería asimilar la idea de que yo pertenecía a esa categoría de disminuidos a los que estaba vedada la comprensión de determinados textos. Ya me había sucedido con Hegel el año anterior.
Mientras tanto, Berta estudiaba sus lecciones de chino; llevaba ya no menos de cuatro horas pronunciando muy quedamente la grafía de ese idioma. Era las tres de la tarde y el sol que entraba por la ventana recordaba aquel otro de invierno, una caricia para acompañar la digestión. El tren corría a la altura del norte de Mongolia.
La cercanía de Li Piao se hacía cada vez más notoria, en algún momento sentí un ligero desasosiego, lenguaje sin palabras, atisbos de aproximación, ¿cómo encontrarse con el otro, tocarlo, mirarlo? Las voces adquirían una calidad cristalina y magnética. Llegaban los sonidos como el roce de una sonrisa, ritmo de baile, paisajes lentos como recorriendo con la vista una partitura; así la vida, música, música de muchas voces que sonó, quién sabe, tantas veces, que está en el aire en frecuencias todavía inaudibles esperando a despertar los sentidos agazapados o dormidos. Encontrarse una mañana con un buen pedazo de ternura entre las manos, y volverse como loco en medio de ella; y convertir esa ternura en el motor de nuestra creatividad, las cuerdas de un instrumento que habla y canta en las manos. El campo se adornaba con pequeñas nubes blancas, un rayo de sol. Belleza fugaz. Li Piao pasó y levantó, deslizó desenfadadamente, un dedo por el borde de la litera de arriba; en su cara había una sonrisa espléndida, pero la litera estaba vacía. El chino de arriba había salido. Se le deshizo la sonrisa en la boca, siguió pasillo adelante. Llegó el chino gordinflón, se distrajo con un mapa y salió de nuevo; se apostó frente a la ventanilla del pasillo, ella estaba un metro más allá pero la oportunidad había pasado, las fuerzas que tuvo que reunir para acercarse a la litera no volvieron. Allí estaban uno al lado del otro separados por dos míseros metros de distancia. ¿Cómo entrar ahí, meter el cazo diría yo más gráficamente, en ese plato que se estaba cocinando a fuego lento desde el día anterior frente a mis narices? Demasiados obstáculos para mi timidez, parecía decir mi mirada llena de escepticismo; sin embargo en esta ocasión, sin saber muy bien por qué, me sentí más decidido a hacer cualquier cosa si llegaba el momento propicio. Los kilómetros iban pasando y el fin del viaje se aproximaba con excesiva rapidez. El cuerpo de Li Piao empezaba a convertirse en el motivo suficiente para un viaje en tren que yo no dudaría en prolongar hasta ver en qué paraba mi capacidad de decisión junto a la reacción de la chinita de ojos oscuros y mirada risueña.
Los días primeros no había notado su presencia en los pasillos, pero desde la tarde anterior la ventanilla cercana a la puerta de su compartimento pasó a ser su lugar habitual. Li Piao no lee, no juega, deja pasar ominosamente el tiempo si hacer hada. Atravesamos junto al lago Baikal, el paisaje era ahora de lomas arboladas y grandes prados alpinos con masas de abedules dispersos hacia el horizonte. Desfilaba un ancho río frente a la ventanilla. Recordé una película, El imperio de los sentidos, no había reparado hasta ahora en la fuerza de la palabra imperio. De una manera u otra vivimos bajo los auspicios de algún imperio, me decía. Pensaba oscuramente en aquella película, la muerte en un pozo, la exuberancia de la naturaleza, el sexo, los sentidos. Las pasiones tenían una importancia primera en ese reino de los excesos, la vida palidecía ante el magnífico fuego primero.
El tren se había detenido en la frontera china. Adelantamos los relojes cinco horas y volvimos así a la normalidad horaria. Una larga y tediosa mañana para sortear los trámites burocráticos. El tren quedó varado en una vía muerta; un empleado se había llevado los pasaportes, pasaban las horas y los corrillos de gente parecían reuniones en la plaza del pueblo; un par de turistas paseaban luciendo su indumentaria de calzones cortos y chaqueta de matar tigres. Nadie daba ninguna explicación. Nuestras indagaciones en pos del paradero de los pasaportes fueron infructuosas. Misterio. Quién sabía las horas podría durar aquello... ¿Estarían en manos seguras nuestra documentación? Los chinos parecían haberse esfumado, no veíamos ningún pasajero conocido; un largo edificio se alzaba paralelo al andén de la estación, en su interior corría un largo pasillo al que asomaban puertas tras las cuales parecía que se escondiera algún misterio incomprensible. Quizás transcurrieron tres, cuatro horas. El tren hizo alguna maniobra, retrocedió algunos cientos de metros, cambió de vía, se aproximó hasta los galpones de la estación y volvió a pararse. Todo volvió a la calma. Nos sentamos en un escalón junto a la vía, una muchacha de ojos saltarines se dirigió a nosotros con el consabido where are you from. Trabajaba en una agencia de viajes en alguna ciudad de Manchuria. Las cosas en China eran así, no teníamos que preocuparnos, nos dijo, cuando le expresamos nuestra preocupación por el paradero de los pasaportes. Una hora después el tren volvía a ponerse en marcha.
Más allá de la frontera, la grisura de las estaciones rusas fue sustituida por coloristas edificaciones y chiringuitos por donde trajinaba gente animada. Consultamos los horarios de los trenes, ¡ni una palabra en cristiano! Empezaba a confirmarse la sospecha de que el galimatías del idioma podría convertir aquel viaje en un via crucis. Berta hacía días que había comenzado a hacer sus pinitos con el chino, practicaba con un grupo de hombres que se pasaban divertidos el diccionario chino-español intentando seguir el hilo de conversaciones rudimentarias. Ella se afanaba en reproducir las inflexiones tonales de algunos vocablos corrientes. La vida cotidiana se había construido sobre la base de unos pocos actos en los que también tenía cabida parte de la comunidad china de los compartimentos vecinos. Berta encontraba maestros pacientes y divertidos que le ayudaban a descifrar las palabras comunes; había empezado a construir fonéticamente un pequeño elenco de frases útiles.
Los dos chinos del compartimento demoraron aquella noche en acostarse, era evidente que preparaban algún lance con la chinita de ojos parlanchines. Sus largos parlamentos no parecían tener otro objeto que entretener las horas que les separaba de la noche avanzada, aquella en que sólo el traqueteo suave de la máquina de hierro, como una sonaja guardaba en su interior el sueño profundo de los pasajeros. Me producían envidia aquellos escarceos; miraba a mi timidez con rechifla, como quien tiene que aguantar la cercanía de un acompañante poco simpático para la ocasión y se dedica a hostigarlo con palabras irónicas; luego volvía la cabeza hacia el paisaje y me decía que no debía ser el destino de los tímidos participar en estos juegos que requieren algo más que sobreentendidos y miradas furtivas. ¿Tú qué sabes lo que quiere la chinita, bromeaba yo con Berta durante la cena, a lo mejor va en busca de un occidental estrábico como yo? Ella se reía, le excitaba esa mirada cruzada que había descubierto aquella tarde entre Li Piao y yo, el único eslabón hasta ahora que bailaba en mis expectativas y que conseguía que mi sistema nervioso sufriera un cierto estremecimiento cada vez que lo recordaba. Apenas había durado el corto fragmento de unas décimas de segundo, pero no había duda, la medio sonrisa de Li Piao había dejado una ventana abierta; sólo tendría que encontrar la ocasión. Si es que había tiempo. La velocidad del tren se me antojaba excesiva, probablemente no quedaba más que unas horas por medio; después todo habría sido un sueño. Era medianoche, Li Piao daba conversación a Han, el pasajero gordinflón de la litera superior, y a otros dos más.
A mí me había levantado dolor de cabeza la estúpida partida de ajedrez de después de la cena, así que allí andaba sin hacer nada mirando de hito en hito a esta mujer menuda. Ahora hablaban de cosas serias, su aspecto se había vuelto adusto y circunspecto. A las dos de la mañana Berta todavía leía; yo hacía guardia en la litera de enfrente esperando el desarrollo de los acontecimientos. Movimientos en la retaguardia, el mundo de los sobreentendidos trataba de abrirse paso entre el follaje. El suave traqueteo acompañaba las miradas y los gestos. Cuarto menguante en el cielo, viajábamos envueltos en un apacible balanceo. Berta y yo éramos los únicos ocupantes del compartimento. La luz de la cabecera caía directamente sobre un libro abandonado; entró Han, echó un rápido vistazo al interior: se le puso una sonrisa boba en los labios al comprobar que estaba despierto; cogió la cazadora, hacía frío en el pasillo. Fuera, frente a la puerta, se oía el susurro de una voz de mujer. Me incorporé ligeramente y le indiqué por señas que podía llamar a su amiga, pero le señalé mi propia litera de manera que no cupiera la menor duda sobre la poca gratuidad de mi ofrecimiento. Han me miró escéptico, entendió rápidamente. Se le fue la cara de broma, movió la cabeza negativamente.
La conversación en el pasillo se prologó durante horas en el silencio de la noche. Al compartimento llegaba sólo el hilo fino de la voz de un hombre y una mujer. Li Piao y Han aguantaban impertérritos el frío nocturno del corredor. Me pareció estar haciendo guardia en vano. Dos veces más se abrió la puerta del compartimento, la luz procedente del exterior me sacudió en ambas ocasiones en los ojos. Han volvía a echar un vistazo rápido para comprobar si estábamos dormidos. Veía mis ojos, mi gesto invitando a su amiga, volvía a cerrar. Nada. Yo no estaba dispuesto a ceder, si Li Piao entraba, tendrían que compartirla. No sabía cómo, pero eso no importaba de momento. Mi excitación yacía paciente junto a la decidida resolución de la espera. Mi cuerpo había empezado a exudar una ternura perturbadora, el aire estaba saturado de mujer; tenso por la expectativa, podía sentir todo aquello entrando por las ventanas de la nariz con la misma intensidad con que la madreselva era capaz de inundar de fragancia los recuerdos de un pedazo de adolescencia. ¿Y el nombre de aquello? ¿Cuál sería su nombre? ¿Cómo se llamaba eso que llenaba el compartimento con el deseo del cuerpo de Li Piao? Una rendija de luz osciló indecisa en la oscuridad, dos manos que no estaban de acuerdo parecían ejercer una presión contraria sobre el pomo de la puerta; terminé por levantarme guiado por la luz que se filtraba por la rendija de la puerta corredera. La puerta quedó libre, la abrí con una resolución que no me reconocía. Enfrente, Li Piao pretendía mirar el paisaje, una primera luz del amanecer que asomaba lívida tras los cristales como cargada con el peso de la indolencia. Hacía frío, ambos guardaban silencio. La tomé del brazo, la invité a pasar al compartimento, la atraje ligeramente hacia dentro, intenté animarla con el gesto. Después supe que habría tenido que ser más resuelto, pero entonces no fui capaz. Li Piao señalaba los extremos del pasillo, como si las puertas dormidas del vagón tuvieran ojos con que ver. Yo sabía que estas situaciones se resuelven de una manera más expeditiva, pero no pude hacer otra cosa. Solté su brazo, Li Piao me dio la espalda. La suerte estaba echada.
Transcurrieron algunos minutos de silencio. El calor me fue arropando definitivamente después de que a una larga espera siguiera el ruido cercano de una puerta que se abría y volvía a cerrarse y de que se produjera un silencio definitivo en el pasillo. Era la señal de que las circunstancias habían apostado por una noche de soledad, me tendí en la cama, mis sentidos se relajaron, se concentraron sobre mi cuerpo, la espera había concluido. Eran las tres de la mañana. Mi anhelo quedó a merced del balanceo del tren; tendido anhelante en la oscuridad, escrutaba el camino de las sensaciones que llegaban con su vaivén de olas hasta mi piel. Todavía transcurrió una hora de apacible suavidad. Desde la cama levanté una punta del visillo, un campo verde e inundado se extendía hasta el horizonte. El tren aminoraba la marcha y pasaba lentamente frente a un grupo de peones camineros desarrapados y sucios, que miraban indiferentes el paso del comboy. Apareció un letrero: kilómetro 6579.
A la siguiente mañana a Shasha no le dio tiempo a pasar el aspirador. Entraba y salía en los compartimentos haciendo balance de la ropa de cama de los pasajeros que bajaban en Harbin; repartía los billetes a los que descendían en la siguiente estación, consultaba una larga lista e iba de un lado para otro con aspecto de persona apurada y cumplidora. Por la mañana, ya sin la intranquilidad de la noche por medio, Li Piao pareció reconciliada con nosotros; se presentó en el compartimento como una buena vecina que se despide en el momento previo a iniciar unas largas vacaciones. En esos instantes cualquier nadería había de servir a la fuerza para hacer evidente una familiaridad que no habíamos sido capaces de alcanzar en días previos. Ahora Li Piao se sentó junto a mí, amparada, eso sí, en la compañía de Han y del otro chino; tenía un aspecto relajado, sonreía. Me miraba pero no quitaba ojo a Berta, pendiente de ella como quien no está segura del terreno que pisa. Mesurar los gestos, mirar fijo, espiar lo que viene. Observar, disfrutar de la proximidad, vivir el chisporroteo eléctrico que resultaba del roce de un brazo, el muslo. Tomé el diccionario de chino; luego miré los piñoncitos de mi chinita —casi como los de un conejito frente a una zanahoria—; todavía —¡gran atrevimiento!— osé pasarle la yema del dedo por la sien; ella sonrió levemente. Sacarle la música al cuerpo; eso fue en la noche anterior. Lo de ahora era cosa de los ojos, de estética, de mujer, de ternura. Harbin. Poco después la despedida fue un desmañado beso en la mejilla y un bye bye en un pasillo atestado de pasajeros que llegaban a su destino. La verdad es que se me llenó el cuerpo de ternura después de que Li Piao descendiera del tren en aquella ciudad de Manchuria.
Todo estaba mojado, discurría un paisaje gris inundado por el agua y el barro. Había, sin embargo, una luz suave y agradable. Harbin quedaba atrás.
Por fin había hablado ella con Shasha. Fue en el andén de Harbin después de despedirnos de Han, Li Piao y del resto de los compañeros de viaje. Shasha la había sorprendido con una enorme y hermosa sonrisa cuando Berta, muy insegura por el resultado de su gestión, le hizo comprender que quería hacerle una fotografía en su chiringuito; Shasha se demoró algunos minutos antes de aparecer de nuevo en la puerta de su compartimento, ella lo miró encantado, allí estaba, peinado, con corbata, guapísimo, presidiendo con cara de satisfacción las puertas de su feudo. Enseguida comenzó a retirar todo lo que había sobre la mesa. Después posó sonriente, sentado frente a su mesa de trabajo, con cara de ferroviario responsable. Berta tuvo que reír tras el objetivo de la cámara para arrancarle una sonrisa. Justo antes de llegar a Changchung pasó por enésima vez el aspirador al vagón.
Una hora más tarde nos despedíamos con un saludo respetuoso y formal, Shasha nos tendió la mano, sonrió y alzó levemente el brazo en señal de despedida. El tren se puso de inmediato en marcha.