Praga-Moscú


Praga , 29 de junio


A estas alturas, una realidad en la que uno se mueve ya sin barreras por todos los continentes, puede resultar una veleidad trasnochada el pretender llevar un diario, más cuando lo extraordinario parece haber desaparecido ya del planeta Tierra. No obstante he comprado un bonito cuaderno de páginas satinadas y suaves y me siento inclinado a irlo llenando poco a poco con las impresiones del camino. Nada es lo que era ya, duermo apaciblemente en el avión, nos paseamos por Praga, es agradable; concluyeron los nervios y las emociones de las partidas, ahora éstas significan separación, cambios de medio y una ligera expectativa de que algo se mueve; pasear por el mundo pero continuando con lo de siempre, los libros, la fotografía, el ajedrez, el estudio, y sobre todo ese ir palpando las cosas que nos rodean, intentando comprender ese tránsito en el tiempo.

Las mujeres siguen paseándose por el mundo, las miro, ahora son menos misteriosas que antes.

En el autobús hacia el aeropuerto de Praga el corazón roto de una joven deja escapar una llantina que no es capaz de reprimir. Su imagen se me quedará grabada en la memoria durante mucho tiempo.


Praga aeropuerto, 30 de junio


Cuerpo molido de principio de viaje. Dormimos unas pocas horas sentados. El peso del sueño. Molestias inmediatas que superar, por lo demás el deseo inmediato es estar lo suficientemente despierto como para seguir leyendo a Bataille y a Su Dongpo.

Mi actividad de voyeur se detiene en los rostros con los que me tropiezo, femeninos especialmente, un cuerpo metido en una minifalda amarilla. Trato de romper esa sensación que me tiene preso, que me hace ver todo como excesivamente cotidiano. La experiencia se aglutina para empobrecer el tránsito del tiempo; uno empieza a sentir en la propia carne la fuerza de ese tiempo limitado. El qué mismo da asoma las orejas en los descuidos y con un guiño imperceptible se aloja en nosotros, en mí, con pesada abulia, indiferente. Descubrir que la realidad, las cosas, son como son, que el misterio, los múltiples matices que añadimos a nuestras percepciones, son materia volátil que es necesario alimentar inteligentemente para que la máquina siga funcionando. Para el que tanto esperó durante años es una puñalada trapera llegar a descubrir que más allá se extiende una dudosa nada de reiteraciones.

Siento que mi capacidad de aprender se achicó, menguó. Oigo en las cenas a mis hijos y me admiro... se me perdieron ya tantos libros por el camino... mi memoria es tan perezosa... tanto que sólo me queda el consuelo de una impalpable cultura que no sé muy bien en que consiste.






Moscú, 1 de julio


Corre la brisa en la terraza donde terminamos de comer. Museo Pushkin, retratos de algunos ancianos, Rembrandt.

El ser que soy se roza con el mundo, adquiere certeza de él rozándolo, mirándolo, oliéndolo. La certeza es paz con uno mismo y con el mundo, equilibrio; armonía efímera, sin embargo, porque todo se disgrega continuamente para buscar equilibrios diferentes en el tiempo sucesivo.

Las doce de la noche. En pelotas y sudando, sólo hay una estrecha rendija de ventilación en el cuarto. Equilibrios nuevos sobre los que asentar las posaderas temporalmente mientras nos llega el momento final.

Viajar es viajar por el conocimiento, por los libros, por los retazos de recuerdos que fueron fijados en algún momento en la memoria. Todo lo que encontramos en el museo Pushkin es materia familiar, desde los griegos y egipcios hasta Picasso. Por cierto había una hermosa copia del Condotiero de Verrochio. Nunca vi el original, sería un motivo de viaje el ir a buscarlo a Italia.




Moscú, 2 de julio



Valentina, Irina. Hablamos largo durante el desayuno: Rusia, Serbia, Estados Unidos, Europa. En definitiva lo único que puede parar al Oeste es la posesión de armas nucleares en los países menos desarrollados. Las prioridades de Occidente invertidas en Serbia: antes lo primero era la soberanía del país, después venían los derechos humanos. Hoy le dieron la vuelta a esto con un argumento que tanto vale para bombardear Estambul como España si se tercia el caso. Se repite el argumento de las etnias masacradas, los kurdos, por ejemplo.
Empleamos el día viendo pintura rusa en Tretyakov Gallery, hay muchos, muchos cuadros interesantes totalmente desconocidos para nosotros.

En el Transiberiano

Transiberiano, 2 al 7 de julio




Mis primeras impresiones cuando subimos al vagón del tren eran un revoltijo de pasajeros junto al parsimonioso ponerse en marcha del Transiberiano. El calor era insoportable; si aquello no echaba a andar pronto todos terminaríamos cocidos en una salsa de sudor y calor; alguna incomprensible ordenanza parecía prescribir el hermetismo de puertas y ventanas. Un enigma, después de todo estábamos en Rusia y no era cosa de ponerse exigentes; de momento esperar y sudar.
El misterio del legendario tren estaba a punto de desmoronarse, aquello se parecía mucho a los viejos expresos de los años setenta en los que hacía, al principio de las vacaciones de verano, el recorrido Madrid-Port Bou camino de Italia. Únicamente lo diferenciaba el empeño claustrofóbico con que las autoridades ferroviarias mantenían cerradas a cal y canto puertas y ventanas bajo el inclemente sol de la hora de la siesta en un día en que la capital moscovita era arrasada por una ola de calor capaz de acabar con una voluntad de hierro.
El tren dio un tironcito y se puso en marcha. Recordé las tantas veces que había soñado con ese viaje exótico a través de la taiga, cómo entonces mi imaginación dibujaba las largas horas de tren acompañadas de lectura, de mirar el paisaje plano de la estepa. Ahora los tiempos del romanticismo habían mermado mi capacidad de asombro y observaba con curiosidad las expectativas de entonces como si aquello hubiera sido soñado por otra persona. Recordaba mi primer largo viaje en tren por la las orillas del Ganges, una apacible tarde cayendo dorado el sol al fondo, el tren semivacío, los campos pasando apacibles junto a la ventanilla. Desde aquel viaje solitario habían transcurrido no menos de quince años, el tiempo suficiente para que mis hijos se hicieran mayores y tanto yo como Berta pudiéramos pensar en estrenar la autonomía que se nos había venido encima con la emancipación de nuestros hijos. Ninguno de los dos queríamos caer en aquella premonición que una vez leí en Corre, conejo, de Updike, algo así como que nuestros mejores años de la vida —nuestra forma física e intelectual— terminan tras una larguísima crianza; nuestro tiempo sería diferente, asumiríamos el reto con dignidad y entusiasmo, nada que pudiera parecerse a vegetar o dedicar los años a curarse del reuma.
La temperatura descendió  algo con el movimiento. El tren corrió enseguida por un larguísimo corredor abierto en el bosque, uniforme, igual por cientos de kilómetros. De vez en cuando aparecían en los claros unas pocas casas de madera con tejado de latón oscurecido por los años.



Había transcurrido la primera noche, se dormía bien en el tren, el suave traqueteo era como el balanceo de una cuna. La temperatura se mantenía en un punto que hacía agradable la estancia en el compartimento. Mi cuerpo disfrutaba de una admirable tonicidad, y parte de ella se la debía a esa pequeña habitación en la que viajábamos y en la que no faltaban esos detalles que siempre eran de agradecer: una mesa para trabajar junto a una gran ventana, la estantería para los libros, el diván para sestear o leer tumbado, la despensa bajo el asiento... Nada faltaba en estos tres metros cuadrados. El tren paraba a horas precisas en lugares donde era posible comprar comida; el agua caliente estaba siempre disponible para acompañar el traqueteo con un té; todas las necesidades parecían cubiertas. Me sentía aliviado por el hecho de que no tuviera ningún tema de escritura acechándome en esos días, ser lector a tiempo pleno me producía un alivio inesperado; incluso jugaba con la posibilidad de liberarme definitivamente de esa obligación obsesiva con la que había compartido cama y posada durante los últimos años.
Hacía dos años que la muerte de mi madre me había situado en el umbral de un tiempo distinto, y ahora no sabía muy bien qué era lo que tenía que hacer conmigo mismo; muchos de mis proyectos últimos mostraban ese algo de incertidumbre que produce encontrarse delante un pedazo de vida con la convicción de que es el momento de hacer con ella lo que a uno le viene en gana. Entonces, la circunstancia de la muerte de mi madre nos había impelido a emprender un largo viaje al que nosotros nombramos humorísticamente como de reconocimiento, algo así como querer comprobar que efectivamente la tierra daba vueltas o que el estrecho Magallanes no había sufrido grandes percances desde la primera circunnavegación de la Tierra. La sólida estructura del planeta podría confirmar plenamente los efímeros apresuramientos de nuestras vidas; la perspectiva alumbrada por centenares de horas de viaje quitaría marras a los pomposos interrogantes con que la orquestación social y la educación habían llenado desde la infancia nuestros cerebros deseosos siempre de trascendencia y culo calentito junto al radiador los meses de invierno. Era el momento de echarse a la vida con los puesto. En aquellas fechas tomamos unos meses de vacaciones y volamos hacia la Patagonia, tierra mítica hasta entonces en cuyo borde occidental se levantan los Andes con la mole granítica del Fitz Roy presidiendo todos los sueños imposibles de una juventud que definitivamente se había esfumado. Regresamos cuatro meses después; tras los primeros momentos de euforia, pasadas las largas tardes de ver las espléndidas diapositivas del viaje, la aglutinación de los recuerdos en torno a las montañas heladas del archipiélago chileno, los magníficos colores del desierto de Atacama, el mundo idílico surcado de flamencos de los alrededores del Parinacota coronado de sus nieves perpetuas, en fin, la selva del río Beni en Bolivia, los valles del Inti-Illimani y los Jungas... pasado todo eso, entrados de nuevo en la vida cotidiana, en el trabajo, parecía como si los días se transformaran, en aproximaciones desganadas y cautelosas, hacia la verdad inconfundible del tiempo que se pudre entre las manos, que yo aceptaba con muy mala gana y que parecía sobrellevar con la esperanza de obtener unos pocos réditos, unos pocos proyectos con que alimentar el futuro. En fin, me horrorizaba la comodidad en la que me veía naufragar en esa tierra de nadie que era la llegada a los cincuenta.
Atravesamos un apacible valle salpicado de casas de madera que se reflejaban en las aguas del río. Atardecía.  Un hilo de neblina cubría las laderas. El tren se balanceaba suavemente con el traqueteo acostumbrado. Acabábamos de dejar atrás los Urales, los dos chinos del compartimento se habían dormido y la débil luz a la cabecera de mi litera alumbraba las primeras páginas de Un héroe de nuestro tiempo, de Lermontov. El silencio del vagón y las sombras de los abedules pasando ligeras más allá del cristal de la ventana del compartimento invitaban a dejar vagar los pensamientos de aquí para allá. Estábamos en Asia, me decía; pero la idea no me sugería nada en especial, me sentía a gusto, relajado, había disfrutado de un ocio inusitado durante todo el día; ocio que había entretenido en leer y en jugar al ajedrez. Sólo cabía estirarse en la litera entre las sábanas y procurar un sueño relajado. Una apacible manera de atravesar Siberia. Eché una ojeada a la ventana, una medio luna iba y venía por encima de los árboles.
La imagen de los pueblos decrépitos que atravesábamos a lo largo del día me servía en esos momentos de reflexión, era inevitable colocar aquella imagen junto a la demencia con que los gobiernos rusos habían gastado durante décadas las rentas de su patrimonio económico y humano en colocarse con EE.UU. a la cabeza del mundo en poderío militar, a la vez que destinaba cantidades irrisorias a sanidad o a la educación; gastaron miles de millones en ejércitos por todo el mundo. Me irritaba la constatación de estos anacronismos; recordé el grito aquel de “Me han robado la vida”, que relataba Carlos Taibo en Crisis y cambio en la Europa del Este, y que repitió demencialmente una mujer durante tiempo, a la vuelta de un corto viaje a Alemania. El extremo contraste entre ambos países era demoledor.
Estos caminos de tierra, de rodadas profundas en el barro, los bosques, las aldeas, eran el paisaje de los relatos de Pushkin, Chejov, Gogol, Babel. La nieve, las charreteras de sus militares, los caballos, las posadas, desfilaban por mi memoria con su procesión de lecturas acumuladas. Sin embargo, desde el tren, lo que veía eran aldeanos rudimentarios, casas de madera en condiciones míseras; era difícil imaginar en ese cielo plano los apasionantes personajes de Dostoievski, incluso la enorme dimensión de los espacios en Boris Pasternak y Tolstoi quedaban menguadas en esa reiteración de un paisaje que se repetía a sí mismo por centenares de kilómetros. No, no me gustaban los tejados de cinc, esa invasión de lo feo en el mundo era una plaga de mal gusto. Las afueras de algunas ciudades parecían una colección de contenedores.
Al otro día el paisaje fue más abierto, las masas de abedules se alternaban con los prados, abundaban los pequeños pueblos. Se veían motocicletas con sidecar, algunas vacas, algún camión destartalado; asomaba también la marisma. La irrupción sistemática de lo útil afeaba el paisaje; se maltrata al campo sembrándolo de cemento, torretas, vallas, herrumbre. La historia de este país estaba escrita en las fachadas de las casas de sus pueblos, la llevaban los hombres y las mujeres reflejadas en sus rostros y en su indumentaria; en la mirada de los niños era posible encontrar todos los desafueros de las últimas décadas, todas las circunstancias que habían hecho que esto de hoy fuera lo que es y no otra cosa.



Mientras tanto, los pensamientos de Berta parecían navegar por mares de aguas más cálidas, había levantado los ojos del libro y los paseaba por la mañana del campo. Se abrieron las puertas del compartimento y el encargado de servicio del vagón, previo un leve movimiento de cabeza a modo de saludo, se dispuso a dejar en perfecto orden los pocos metros cuadrados del habitáculo. Los otros pasajeros, dos chinos de apetitos sexuales soliviantados por el nada que hacer durante todo el día, perseguían desde la mañana a la noche a dos hembras de su misma nacionalidad en el otro extremo del vagón, con lo que la tranquilidad del lugar era poco menos que total; los chinos, siempre de parranda, sólo aparecían para comer o dormir. El encargado, de uniforme, barría la moqueta, enderezaba los pliegues de los visillos, amontonaba cuidadosamente las mantas en un rincón, recogía los envases vacíos; todo ello con una primorosa meticulosidad, con profesionalidad impecable. Era un hombre tímido, se veía a la legua; pese a ostentar la autoridad del lugar, además de la de ser revisor, mozo, ayuda de cámara, no parecía poder evitar desprenderse de una leve sonrisa que inducía al interlocutor a dirigirse a él con una cortesía similar a la suya. El rubio intenso de rastrojo castellano iluminado por el último sol del crepúsculo de su cabello, y el azul suave de mar de sus ojos plantados en su cara regordeta de buena persona, habían llamado la atención de Berta desde el mismo momento que pisara el compartimento y se lo encontrara allí ocupado en revisar la ropa de cama. Ahora no le quitaba ojo cada vez que se cruzaba con él, a su chiringuito acudía cuando la sed apremiaba o cuando las bolsitas de té se le acababan, o cuando simplemente tenía ganas de mirar su rostro bonachón y regordeto. La tienda-bar del vagón, un cuchitril no más grande de dos metros cuadrados, era el reino de Shasha, que así se llamaba este hombre para todo que ahora empujaba con un cepillo las miguitas del suelo hacia el corredor. A ella le encantaba su sonrisa, su aire displicente y modesto, pero también la manera cortés de abrirle la puerta del servicio; apreciaba incluso cuando pasaba el aspirador por el suelo del vagón, la soltura y la meticulosidad con la que lo deslizaba por los alféizares. Con toda seguridad, pensaba yo, a Berta no podía estar dejándole de pasar por la cabeza la idea de encontrarse cuerpo a cuerpo, como diría Aute, con aquel Shasha. ¿Qué sucedería ¾le confesaría ella en algún momento¾  si en una ocasión en que le estoy comprando chocolate, mientras se aclara con las cuentas (¡qué torpe es el pobre con el dinero!), le doy un empujón, cierro la puerta y me lo meriendo ahí mismo? Lo mismo me deportan por agresión a un funcionario. Y Berta, con el libro en las manos y la sonrisa tonta en los labios de una idea feliz, se lo comía con los ojos entre bromas y serios.
La taiga, siempre igual, pasaba sin pausa; prados, pequeños manojos de diminutas flores blancas y amarillas aparecían de vez en cuando, como un descanso para la vista, en el desfilar uniforme de los bosques de abedules, los pinos, los abetos.
La cena: pollo frito, sopa deshidratada instantánea, yogur de grosella y té. De vez en cuando el tren atravesaba una estación en penumbras. Hacia una hora que habíamos salido de Novosibrisk; la capital de Siberia se tendía a la orilla del río Obi. Cerca de la una de la madrugada, dos horas después de haber comenzado una partida de ajedrez, intentaba sacudirme de encima la amenaza inminente de un jaque mate. Tras un largo forcejeo y un intenso contraataque me fue posible convertir la amenaza en victoria, valiéndome del subterfugio de darle a comer a las negras un alfíl que parecía andar en el limbo de las filas del contrario. Era un recurso demasiado fácil que había descubierto no hacía mucho; los programadores de la máquina con la que jugaba habían diseñado un programa que no resistía la tentación de indigestarse con una pieza mayor aunque ello les pusiera en situación de un jaque mate en no menos de cuatro o cinco movimientos. Aunque mi yo quedaba sobremanera halagado cuando la señal roja del jaque mate comenzaba a parpadear sobre el tablero, no dejaba de ser una victoria contaminada por el fácil recurso del engaño.

Estaba tan absorto concentrado en la partida de ajedrez, que la luz de la madrugada se había ido disolviendo hasta quedar en un mero hilacho de claridad sobre el horizonte, sin que llegara a apercibirme de una oscuridad en la que apenas podían rescatarse ya las forma de las fichas de ajedrez. El vagón vivía un extraordinario silencio. Desfilaban las siluetas de los abetos, el bosque oscuro; percutía leve la cadencia sobre los raíles; la suavidad de la temperatura era como un perfume filtrándose en la oscuridad. Arrellanado sobre el asiento, con la cabeza vuelta hacia la ventana, recordé una noche en Laponia en la que leía La Isla del Tesoro frente al foco de la linterna mientras fuera la luz de medianoche del Ártico remontaba el camino de la mañana. Toda la familia pernoctaba en la pequeña furgoneta. Fue una madrugada mágica que flotaba con intensidad sobre la maraña de la memoria. Apenas acaba de despedirse el día cuando ya la luz del sol se alzaba leve envuelta en el traqueteo reiterado de la mañana.

Las huertas habían irrumpido en el paisaje engastadas en un paisaje de prados entreverados de arbustos. Consciente de que los otros pasajeros no tardarían en levantarse, traté de dormir; sin embargo la luz se me colaba ya por los párpados. Me cubrí con la manta la cabeza, dormité, me ahogaba, retiré la manta, me volteé, me puse boca abajo; apretando el único oído con que oía bien sobre la cama, intenté aislarme de los ruidos del compartimento. Siguieron minutos de ajetreo, el tren entero parecía ponerse en movimiento, los pasajeros de arriba discutían, sus risas traspasaban mis oídos; momentos después sentí en el cuello unas salpicaduras, el chino de la litera superior rociaba con su sopa mi cabeza, los sorbidos que hacía para engullir los espaguetis traspasaban el grosor del colchón y penetraban en mis tímpanos como un gargarismo estrambótico producido por una profunda cueva marina. El sueño tiraba de mí con fuerza. En el compartimento no debía de haber ya menos de tres o cuatro chinos esa mañana, todos sorbiendo sus respectivas sopas de espaguetis y hablando a voz en grito. Del pasillo llegaban otras voces, el traqueteo me afianzaba sobre el colchón. Quedé traspuesto, me reencontré con un par de sueños de horas antes. Tan pronto en uno cargaba con los esquís sobre los prados de la Pala de San Martino, en las Dolomitas italianas, en la hierba del verano, como me enfrentaba en otro a una pecosa jovencita de aspecto chino-finés de largas trenzas pelirrojas cayéndole por la espalda. En esas circunstancias se me ocurrió que podía hacer una excursión. Le miré la cara a la chino-finesa, su rostro inexpresivo no me decía mucho, pero se puso unas bragas negras y entonces me gustó algo más. El sol de mediodía se colaba por las sábanas, un chino me dio un rodillazo mientras las gotas de sopa volvían a caerme desde arriba en el cogote. No entendía por qué coño había traído los esquís a la Pala de San Martino. Como me seguía un grupo de excursionistas disimulé estar buscando algo junto al camino para dejarles pasar, tenía que descifrar ese absurdo en seguida. Estaba dentro de un calor confortable, quizás el chino terminará sentándose en el borde de mi litera, pensé. Volví a los ojos indiferentes de la chino-finesa, imaginé alguna de esas curvas sugerentes que a veces me encontraba en los caminos del deseo; me topé con una en la que sí parecía haber fuerza suficiente para empezar, se elevaba ondulante y atractiva, quizás un tanto indefinida, pero era eficaz, me calentaba el cuerpo. Cerré los ojos con fuerza intentando huir de los sorbidos del chino, el calor me llegaba ahora más arriba y se filtraba por algún lugar de la espina dorsal. Intenté recuperar algunos otros sueños de la noche pero no fui capaz, sólo recordaba el lechoso y largo amanecer sobre los abedules, el tren en silencio, los últimos movimientos del alfil y la reina negros acorralando mi rey en el rincón izquierdo, la sensación de impotencia, la esperanza de un descuido que me permitiera hincar el diente en la yugular de las blancas por un movimiento de mi reina hasta el escaque A4, el punto definitivo que convertiría mi derrota en victoria. Los sueños se habían desvanecido y tenía que apencar con lo único que me quedaba: la muñeca finesa; pero la muñeca chino-finesa no tenía deseos y sus bragas negras eran postizas. Sólo los guarros y aparatosos sorbidos del chino volvieron a sacarme del estancamiento. Oficio de voyeur, juego delicado de los sonidos y combinaciones, fondo de conversaciones, chapoteo delicado en la concavidad oscura de la noche. Los puños cerrados, tensos los músculos, la suave lentitud de las imágenes. Tierra de nadie, tiempo de espera, el páramo, el bosque, la luz ahora tenue filtrada por una capa de nubes ligeras; el chino, su finesa, Berta recogiendo la cama, el revisor en el compartimento de al lado pidiendo el pasaporte. En fin. La evidencia del nuevo día estaba allí, me rendí, tuve que levantarme.
Ahí estaba de nuevo Shasha pasando el aspirador. Muy serio él, muy ruso. Miguita a miguita, concentrándose en su trabajo. Los chinos, aunque fueran comunistas, no tenían nada que ver con el Shasha de Berta, lo dejaban todo por ahí tirado, eran sucios y desordenados; en cambio su Shasha no dejaba miguita sin recoger, era atento, apagaba el cigarro cuando salía de su chiringuito aunque sólo fuera a abrirle a ella la puerta del baño; su Shasha utilizaba la calculadora concienzudamente y cobraba cuatro rublos con veinte céntimos por el agua mineral, y no cinco como hacía su compañero de bigote caucasiano.
El día había comenzado enarbolando en el asta la bandera blanca. Mi mente trabajaba despacio, con excesiva pesadez aquella mañana; fui consciente después de recorrer algunas páginas del libro de Bataille. Su Teoría de la religión se me atragantaba y yo no parecía dispuesto a trabajar en aquel texto como si de la Piedra Roseta se tratara; me rendía a la evidencia de que no sería capaz de digerir aquella obra. La figura de la chinita había vuelto a aparecer en el hueco de la ventana que daba al pasillo, sola, seria, demasiado aparentemente concentrada en el paisaje que se movía afuera. Li Piao, se llamaba; rondaba al chino gordinflón que dormía en la litera superior de mi compartimento. Yo no me había fijado en ella hasta la tarde anterior, tenía una dentadura perfecta, su rostro sonreía sin proponérselo; su aspecto oriental, su rostro ovalado y oscuro, el carmín de sus labios subrayando una mirada que más tenía de mujer del sur que de las tierras septentrionales de China, componían un exótico y placentero cuadro en la mañana de viaje; tenía la misma pose que aquella muchacha de azul frente al mar de Cadaqués, de Dalí. No reprimí el intento de imaginarla con menos ropas de las que llevaba, miraba su cuerpo pequeño, como de niña, la masa clara de la espalda sostenida por unas piernas fuertes y bien moldeadas. Li Piao se apoyaba negligentemente contra la barandilla y hacía que miraba distraídamente el paisaje; sólo unas rápidas ojeada hacia el compartimento, que yo había sorprendido fugazmente en ella, ponían al descubierto su interés por saber en qué momento el chino grandote bajaba de la litera o salía a hacer una excursión por el exterior. Volví al libro de Bataille, eché un vistazo a las páginas que me quedaban por leer. No eran muchas, pero no, aun así no continuaría, quizás debería asimilar la idea de que yo pertenecía a esa categoría de disminuidos a los que estaba vedada la comprensión de determinados textos. Ya me había sucedido con Hegel el año anterior.
Mientras tanto, Berta estudiaba sus lecciones de chino; llevaba ya no menos de cuatro horas pronunciando muy quedamente la grafía de ese idioma. Era las tres de la tarde y el sol que entraba por la ventana recordaba aquel otro de invierno, una caricia para acompañar la digestión. El tren corría a la altura del norte de Mongolia.
La cercanía de Li Piao se hacía cada vez más notoria, en algún momento sentí un ligero desasosiego, lenguaje sin palabras, atisbos de aproximación, ¿cómo encontrarse con el otro, tocarlo, mirarlo? Las voces adquirían una calidad cristalina y magnética.  Llegaban los sonidos como el roce de una sonrisa, ritmo de baile, paisajes lentos como recorriendo con la vista una partitura; así la vida, música, música de muchas voces que sonó, quién sabe, tantas veces, que está en el aire en frecuencias todavía inaudibles esperando a despertar los sentidos agazapados o dormidos. Encontrarse una mañana con un buen pedazo de ternura entre las manos, y volverse como loco en medio de ella; y convertir esa ternura en el motor de nuestra creatividad, las cuerdas de un instrumento que habla y canta en las manos. El campo se adornaba con pequeñas nubes blancas, un rayo de sol. Belleza fugaz. Li Piao pasó y levantó, deslizó desenfadadamente, un dedo por el borde de la litera de arriba; en su cara había una sonrisa espléndida, pero la litera estaba vacía. El chino de arriba había salido. Se le deshizo la sonrisa en la boca, siguió pasillo adelante. Llegó el chino gordinflón, se distrajo con un mapa y salió de nuevo; se apostó frente a la ventanilla del pasillo, ella estaba un metro más allá pero la oportunidad había pasado, las fuerzas que tuvo que reunir para acercarse a la litera no volvieron. Allí estaban uno al lado del otro separados por dos míseros metros de distancia. ¿Cómo entrar ahí, meter el cazo diría yo más gráficamente, en ese plato que se estaba cocinando a fuego lento desde el día anterior frente a mis narices? Demasiados obstáculos para mi timidez, parecía decir mi mirada llena de escepticismo; sin embargo en esta ocasión, sin saber muy bien por qué, me sentí más decidido a hacer cualquier cosa si llegaba el momento propicio. Los kilómetros iban pasando y el fin del viaje se aproximaba con excesiva rapidez. El cuerpo de Li Piao empezaba a convertirse en el motivo suficiente para un viaje en tren que yo no dudaría en prolongar hasta ver en qué paraba mi capacidad de decisión junto a la reacción de la chinita de ojos oscuros y mirada risueña.



Los días primeros no había notado su presencia en los pasillos, pero desde la tarde anterior la ventanilla cercana a la puerta de su compartimento pasó a ser su lugar habitual. Li Piao no lee, no juega, deja pasar ominosamente el tiempo si hacer hada. Atravesamos junto al lago Baikal, el paisaje era ahora de lomas arboladas y grandes prados alpinos con masas de abedules dispersos hacia el horizonte. Desfilaba un ancho río frente a la ventanilla. Recordé una película, El imperio de los sentidos, no había reparado hasta ahora en la fuerza de la palabra imperio. De una manera u otra vivimos bajo los auspicios de algún imperio, me decía. Pensaba oscuramente en aquella película, la muerte en un pozo, la exuberancia de la naturaleza, el sexo, los sentidos. Las pasiones tenían una importancia primera en ese reino de los excesos, la vida  palidecía ante el magnífico fuego primero.

El tren se había detenido en la frontera china. Adelantamos los relojes cinco horas y volvimos así a la normalidad horaria. Una larga y tediosa mañana para sortear los trámites burocráticos. El tren quedó varado en una vía muerta; un empleado se había llevado los pasaportes, pasaban las horas y los corrillos de gente parecían reuniones en la plaza del pueblo; un par de turistas paseaban luciendo su indumentaria de calzones cortos y chaqueta de matar tigres. Nadie daba ninguna explicación. Nuestras indagaciones en pos del paradero de los pasaportes fueron infructuosas. Misterio. Quién sabía las horas podría durar aquello... ¿Estarían en manos seguras nuestra documentación? Los chinos parecían haberse esfumado, no veíamos ningún pasajero conocido; un largo edificio se alzaba paralelo al andén de la estación, en su interior corría un largo pasillo al que asomaban puertas tras las cuales parecía que se escondiera algún misterio incomprensible. Quizás transcurrieron tres, cuatro horas. El tren hizo alguna maniobra, retrocedió algunos cientos de metros, cambió de vía, se aproximó hasta los galpones de la estación y volvió a pararse. Todo volvió a la calma. Nos sentamos en un escalón junto a la vía, una muchacha de ojos saltarines se dirigió a nosotros con el consabido where are you from. Trabajaba en una agencia de viajes en alguna ciudad de Manchuria. Las cosas en China eran así, no teníamos que preocuparnos, nos dijo, cuando le expresamos nuestra preocupación por el paradero de los pasaportes. Una hora después el tren volvía a ponerse en marcha.
Más allá de la frontera, la grisura de las estaciones rusas fue sustituida por coloristas edificaciones y chiringuitos por donde trajinaba gente animada. Consultamos los horarios de los trenes, ¡ni una palabra en cristiano! Empezaba a confirmarse la sospecha de que el galimatías del idioma podría convertir aquel viaje en un via crucis. Berta hacía días que había comenzado a hacer sus pinitos con el chino, practicaba con un grupo de hombres que se pasaban divertidos el diccionario chino-español intentando seguir el hilo de conversaciones rudimentarias. Ella se afanaba en reproducir las inflexiones tonales de algunos vocablos corrientes. La vida cotidiana se había construido sobre la base de unos pocos actos en los que también tenía cabida parte de la comunidad china de los compartimentos vecinos. Berta encontraba maestros pacientes y divertidos que le ayudaban a descifrar las palabras comunes; había empezado a construir fonéticamente un pequeño elenco de frases útiles.
Los dos chinos del compartimento demoraron aquella noche en acostarse, era evidente que preparaban algún lance con la chinita de ojos parlanchines. Sus largos parlamentos no parecían tener otro objeto que entretener las horas que les separaba de la noche avanzada, aquella en que sólo el traqueteo suave de la máquina de hierro, como una sonaja guardaba en su interior el sueño profundo de los pasajeros. Me producían envidia aquellos escarceos; miraba a mi timidez con rechifla, como quien tiene que aguantar la cercanía de un acompañante poco simpático para la ocasión y se dedica a hostigarlo con palabras irónicas; luego volvía la cabeza hacia el paisaje y me decía que no debía ser el destino de los tímidos participar en estos juegos que requieren algo más que sobreentendidos y miradas furtivas. ¿Tú qué sabes lo que quiere la chinita, bromeaba yo con Berta durante la cena, a lo mejor va en busca de un occidental estrábico como yo? Ella se reía, le excitaba esa mirada cruzada que había descubierto aquella tarde entre Li Piao y yo, el único eslabón hasta ahora que bailaba en mis expectativas y que conseguía que mi sistema nervioso sufriera un cierto estremecimiento cada vez que lo recordaba. Apenas había durado el corto fragmento de unas décimas de segundo, pero no había duda, la medio sonrisa de Li Piao había dejado una ventana abierta; sólo tendría que encontrar la ocasión. Si es que había tiempo. La velocidad del tren se me antojaba excesiva, probablemente no quedaba más que unas horas por medio; después todo habría sido un sueño. Era medianoche, Li Piao daba conversación a Han, el pasajero gordinflón de la litera superior, y a otros dos más.



A mí me había levantado dolor de cabeza la estúpida partida de ajedrez de después de la cena, así que allí andaba sin hacer nada mirando de hito en hito a esta mujer menuda. Ahora hablaban de cosas serias, su aspecto se había vuelto adusto y circunspecto. A las dos de la mañana Berta todavía leía; yo hacía guardia en la litera de enfrente esperando el desarrollo de los acontecimientos. Movimientos en la retaguardia, el mundo de los sobreentendidos trataba de abrirse paso entre el follaje. El suave traqueteo acompañaba las miradas y los gestos. Cuarto menguante en el cielo, viajábamos envueltos en un apacible balanceo. Berta y yo éramos los únicos ocupantes del compartimento. La luz de la cabecera caía directamente sobre un libro abandonado; entró Han, echó un rápido vistazo al interior: se le puso una sonrisa boba en los labios al comprobar que estaba despierto; cogió la cazadora, hacía frío en el pasillo. Fuera, frente a la puerta,  se oía el susurro de una voz de mujer. Me incorporé ligeramente  y le indiqué por señas que podía llamar a su amiga, pero le señalé mi propia litera de manera que no cupiera la menor duda sobre la poca gratuidad de mi ofrecimiento. Han me miró escéptico, entendió rápidamente. Se le fue la cara de broma, movió la cabeza negativamente.
La conversación en el pasillo se prologó durante horas en el silencio de la noche. Al compartimento llegaba sólo el hilo fino de la voz de un hombre y una mujer. Li Piao y Han aguantaban impertérritos el frío nocturno del corredor. Me pareció estar haciendo guardia en vano. Dos veces más se abrió la puerta del compartimento, la luz procedente del exterior me sacudió en ambas ocasiones en los ojos. Han volvía a echar un vistazo rápido para comprobar si estábamos dormidos. Veía mis ojos, mi gesto invitando a su amiga, volvía a cerrar. Nada. Yo no estaba dispuesto a ceder, si Li Piao entraba, tendrían que compartirla. No sabía cómo, pero eso no importaba de momento. Mi excitación yacía paciente junto a la decidida resolución de la espera. Mi cuerpo había empezado a exudar una ternura perturbadora, el aire estaba saturado de mujer; tenso por la expectativa, podía sentir todo aquello entrando por las ventanas de la nariz con la misma intensidad con que la madreselva era capaz de inundar de fragancia los recuerdos de un pedazo de adolescencia. ¿Y el nombre de aquello? ¿Cuál sería su nombre? ¿Cómo se llamaba eso que llenaba el compartimento con el deseo del cuerpo de Li Piao? Una rendija de luz osciló indecisa en la oscuridad, dos manos que no estaban de acuerdo parecían ejercer una presión contraria sobre el pomo de la puerta; terminé por levantarme guiado por la luz que se filtraba por la rendija de la puerta corredera. La puerta quedó libre, la abrí con una resolución que no me reconocía. Enfrente, Li Piao pretendía mirar el paisaje, una primera luz del amanecer que asomaba lívida tras los cristales como cargada con el peso de la indolencia. Hacía frío, ambos guardaban silencio. La tomé del brazo, la invité a pasar al compartimento, la atraje ligeramente hacia dentro, intenté animarla con el gesto. Después supe que habría tenido que ser más resuelto, pero entonces no fui capaz. Li Piao señalaba los extremos del pasillo, como si las puertas dormidas del vagón tuvieran ojos con que ver. Yo sabía que estas situaciones se resuelven de una manera más expeditiva, pero no pude hacer otra cosa. Solté su brazo, Li Piao me dio la espalda. La suerte estaba echada. 
Transcurrieron algunos minutos de silencio. El calor me fue arropando definitivamente después de que a una larga espera siguiera el ruido cercano de una puerta que se abría y volvía a cerrarse y de que se produjera un silencio definitivo en el pasillo. Era la señal de que las circunstancias habían apostado por una noche de soledad, me tendí en la cama, mis sentidos se relajaron, se concentraron sobre mi cuerpo, la espera había concluido. Eran las tres de la mañana. Mi anhelo quedó a merced del balanceo del tren; tendido anhelante en la oscuridad, escrutaba el camino de las sensaciones que llegaban con su vaivén de olas hasta mi piel. Todavía transcurrió una hora de apacible suavidad. Desde la cama levanté una punta del visillo, un campo verde e inundado se extendía hasta el horizonte. El tren aminoraba la marcha y pasaba lentamente frente a un grupo de peones camineros desarrapados y sucios, que miraban indiferentes el paso del comboy. Apareció un letrero: kilómetro 6579.

A la siguiente mañana a Shasha no le dio tiempo a pasar el aspirador. Entraba y salía en los compartimentos haciendo balance de la ropa de cama de los pasajeros que bajaban en Harbin; repartía los billetes a los que descendían en la siguiente estación, consultaba una larga lista e iba de un lado para otro con aspecto de persona apurada y cumplidora. Por la mañana, ya sin la intranquilidad de la noche por medio, Li Piao pareció reconciliada con nosotros; se presentó en el compartimento como una buena vecina que se despide en el momento previo a iniciar unas largas vacaciones. En esos instantes cualquier nadería había de servir a la fuerza para hacer evidente una familiaridad que no habíamos sido capaces de alcanzar en días previos. Ahora Li Piao se sentó junto a mí, amparada, eso sí, en la compañía de Han y del otro chino; tenía un aspecto relajado, sonreía. Me miraba pero no quitaba ojo a Berta, pendiente de ella como quien no está segura del terreno que pisa. Mesurar los gestos, mirar fijo, espiar lo que viene. Observar, disfrutar de la proximidad, vivir el chisporroteo eléctrico que resultaba del roce de un brazo, el muslo. Tomé el diccionario de chino; luego miré los piñoncitos de mi chinita —casi como los de un conejito frente a una zanahoria—; todavía —¡gran atrevimiento!— osé pasarle la yema del dedo por la sien; ella sonrió levemente. Sacarle la música al cuerpo; eso fue en la  noche anterior. Lo de ahora era cosa de los ojos, de estética, de mujer, de ternura. Harbin. Poco después la despedida fue un desmañado beso en la mejilla y un bye bye en un pasillo atestado de pasajeros que llegaban a su destino. La verdad es que se me llenó el cuerpo de ternura después de que Li Piao descendiera del tren en aquella ciudad de Manchuria.
Todo estaba mojado, discurría un paisaje gris inundado por el agua y el barro. Había, sin embargo, una luz suave y agradable. Harbin quedaba atrás.
Por fin había hablado ella con Shasha. Fue en el andén de Harbin  después de despedirnos de Han, Li Piao y del resto de los compañeros de viaje. Shasha la había sorprendido con una enorme y hermosa sonrisa cuando Berta, muy insegura por el resultado de su gestión, le hizo comprender que quería hacerle una fotografía en su chiringuito; Shasha se demoró algunos minutos antes de aparecer de nuevo en la puerta de su compartimento, ella lo miró encantado, allí estaba, peinado, con corbata, guapísimo, presidiendo con cara de satisfacción las puertas de su feudo. Enseguida comenzó a retirar todo lo que había sobre la mesa. Después posó sonriente, sentado frente a su mesa de trabajo, con cara de ferroviario responsable. Berta tuvo que reír tras el objetivo de la cámara para arrancarle una sonrisa. Justo antes de llegar a Changchung pasó por enésima vez el aspirador al vagón.
Una hora más tarde nos despedíamos con un saludo respetuoso y formal, Shasha nos tendió la mano, sonrió y alzó levemente el brazo en señal de despedida. El tren se puso de inmediato en marcha.

Harbin-Pekín

Changchug (Manchuria), 10 de julio 


Las gestiones para comprar los billetes de tren son interminables, es cuestión de paciencia. Pasé el trayecto en tren durmiendo, abotargado por el calor. Ahora las horas de la digestión transcurren bajo el ventilador de la habitación del hotel.
Callejeamos por la tarde. El ambiente es muy grato, una gran plaza sirve de centro de encuentro a los vecinos de esta ciudad: hacen taichí, juegan, patinan, venden... Llama la atención el contraste de construcciones, parecen estar levantando rascacielos para el próximo milenio, toda la ciudad está en obras; las grúas crecen en medio mismo del caos de tenderetes tercermundistas.
Pasamos una tarde amena con un ingeniero ruso en viaje de negocios, Sergei se llama. Miro a la vuelta los rostros de la gente que hace taichí, mucha gente mayor entre ellos, siguen el ritmo de la música con movimientos que parecen sacados de algún baile tradicional. Siento como si hubiera fuera y dentro de nosotros un conglomerado de fuerzas que nos agarrotaran e hicieran nuestros movimientos torpes y atolondrados, la sensación de que nuestra fuerza original se dilapida inútilmente a diario. La energía útil final parece ridículamente pequeña en comparación con aquella que perdemos en el camino. El taichí quiere equilibrar esta balanza. Obviedades, cierto. Refrescar el alma para seguir viviendo  con la certeza de las  cosas que siempre supimos y que olvidamos a cada momento.



Shenyang (Manchuria), 11 de julio 

 Diluviaba desde la noche anterior. Por la mañana nos habíamos encontrado con que la ducha no funcionaba. El hotel estaba vacío. Nos  trasladaron a una suite de un lujo decadente. Baño, sauna, aire acondicionado, salón, vídeo... no faltaba nada. Nos echamos a patear la calle; es un mundo de contrastes esta ciudad; altas vallas y complicados sistemas de reconducción de los peatones pretendían dirigir a los viandantes hacia los pasos a distintos niveles que cruzaban las calles; pero eran los restos de un intento fallido; los responsables municipales debieron desistir enseguida ante la pertinaz inclinación de la población a cruzar la calzada por el primer lugar a mano. Las vallas y los pasos lucían en la calle como una antigualla que recordara un carácter poco dado a doblegarse ante las ordenanzas, centradas en esta parte de Asia, a diferencia de los países occidentales, en organizar el tráfico de los peatones, mucho más que el de los vehículos. Sopesaba lo que podrían ser estas ciudades en el momento en que los chinos pudieran sustituir las bicicletas por un módico utilitario; no habrá entonces ciudad que resista la presión de ese hormiguero humano.

Un diluvio monzónico nos sorprendió camino del hotel. Hacía calor, desnudarse y caminar por una barroca suite cargada de largos cortinajes de oscuro terciopelo desgastado, de tapices con representaciones de amanerados floripondios, de esponjosa moquetas color vino burdeos, era tan exótico como imaginarse de Adán en alguno de los salones decimonónicos . Todo parecía estar dispuesto para inventar algún tipo de diablura. De entre sus muchas excentricidades sobresalía, sin lugar a dudas, una sauna que en seguida me sugirió la posibilidad de algún acto ritual. Era placentero llegar del hervor de la calle y tumbarse desnudo en el ambiente tibio del aire acondicionado y, contemplando ese lujo de puterío, dejarse acariciar por la suavidad de las moquetas, el satén de las colchas, la blandura de los sillones. Me llevé las manos allí abajo; me gustaban, así, llenos de calor; nada más suave que mis huevos, me decía, y recordaba mis siestas, siempre desnudo por la casa a partir de mitad de mayo; una constante cada primavera que recordaba con placer. En la mano izquierda sostenía el cuaderno del diario, en él aparecían tres o cuatro páginas de árida teoría en torno a ese medio mundo por el que empezábamos a transitar. Repasaba aquellas líneas cuando descubrí una cierta agitación entre mis piernas, retiré el libro; en la punta había una humedad de rocío, una gota brillante asomaba la naricilla en la parte más prominente de mi volcancito. Me llevé la humedad a los labios, me gustaba, era una humedad que se hacía lágrima cuando la ternura y las caricias se congregaban alrededor de mi cuerpo; una hermosa lágrima afloraba entonces, brillante y cristalina, en el medio de su cumbre. La lágrima era viscosa y transparente, reflejaba en su esfera el rectángulo de luz de la ventana, la oscuridad huidiza del fondo de la habitación. Las lágrimas salían a poquitos y yo las iba recogiendo con la yema del dedo y me las iba llevando a la lengua. A mi volcancito también le gustaba eso, era evidente, se ponía contento, se alzaba un poco y quedaba estirado mirando para arriba como niño que se empinara sobre las puntas de sus pies para mirar más de cerca la cara de papá o mamá.
Los años habían matizado mi sexualidad y, aunque ésta nunca estuvo exenta de esa ternura que quería aflorar junto a las circunstancias de este viaje, hoy percibía especialmente que en ella había otras muchas conexiones con otros aspectos de la vida que hasta entonces no había percibido con tanta proximidad. Y es que el sexo no era una carta limpia, por una u otra razón las éticas al uso se habían empleado a fondo para reducirlo, expoliarlo y encerrarlo en una cama bajo cuatro paredes. Se le había recluido conceptual y físicamente como si de peligro público se tratara. Popes y estadistas “protegían” a la sociedad de los “estragos” del sexo.
Continuaba diluviando, más fuerte incluso ahora; se oía el grueso chapoteo lejano. Junto a la cama había una gran ventana, la vista desde ella era fea: fachadas interiores con escaleras de incendios, chatarra, suciedad. Habíamos encontrado el ambiente y el momento preciso para esas labores tranquilas de escribir, leer o darle tiempo al cuerpo para expresarse. Era grato pararse y dejar sedimentar las impresiones, descubrir lo que el presente dejó pasar inadvertido, recrear paisajes o rostros. Y así llegaba el recuerdo de Li Piao, Li Piao sentada en la madrugada en el pasillo del tren, esperando, aguardando a que llegara esa oportunidad que se esfumaba poco a poco con la claridad del alba; Li Piao enfrente sonriendo sin paliativos, ella misma sorprendida, quizás, de ese descaro en una curiosa mezcla de sentimientos que necesitaban recomponerse como las piezas de un puzzle, quieta y sin saber qué hacer (¡es tan limitado un compartimento de tren!)... y el tren acercándose a su destino, irremisiblemente acabando con todas las posibilidades a cada instante.
Y como otras tantas veces el tenue calor entre las piernas volvió. En esta ocasión apenas toqué a Li Piao, miré en su lugar a los ojos de la china menuda que encontramos en la frontera; llevaba un gracioso peinado cortado como a trompicones. Miré en sus ojos curiosos y vivaces. Y así se me fue un trozo más de tarde entre caricias y miradas. Al final, cuando ya la luz entraba muy tenue en la habitación,  mi volcancito se convulsionó un poco y organizó una improvisada hecatombe de fuegos artificiales. Luego todo volvió a su sitio. Me doblegaba sumisamente a lo que la tarde y el ánimo me traían. Pensé brevemente en El amante, de la Duras, amor apenas más allá de la adolescencia, impregnando su cuerpo con la temprana fuerza de la energía primera; el agua convirtiéndose en torrente, remansándose, fluyendo, volviéndose a derrumbar, adaptándose a la pendiente, a la suavidad de las flores, rodeando los cantos y suavizando las aristas; el viento doblando y meciendo el trigo y la cebada, suave y amorosamente; el sol despertando el alma de las cosas. El deseo de conducir mi intimidad a un alejado rincón de mí mismo me fue encerrando de nuevo en los límites de mi cuerpo.
Imposible saber por donde andaban los pensamientos de Berta. Como era de esperar al poco detallista de su marido se le había olvidado que hoy era su día de cumpleaños. Al final de la  tarde ella debió de considerar que iba a ser difícil sacarme de mi estado de aislamiento y decidió vestirse para ir a por algo de cena; cena de cumpleaños, aunque yo no hubiera todavía caído en la cuenta de ello. Un rato después oí el resbalón de la puerta. Hice un esfuerzo por trasladarme a la otra realidad de la habitación, me agradaba esa intimidad personal que habíamos empezado a disfrutar ambos, amparados en la necesidad de hacer compatible la soledad en este viaje compartido que se prolongaría durante meses. Hoy, mientras la tarde se iba pasito a pasito, ella, al tanto de todo lo que sucedía en el barroco espacio de la habitación, escribía y escribía; imposible no mirar, no ver, no oír. Sucedía de tanto en tanto; mientras uno alimentaba su fuego interior otro podía actuar de notario, de testigo mudo de los rumbos que iba tomando la tarde. La última vez que tuve conciencia de que estaba allí, sobre el satén rojo de la colcha de la cama en el que un dragón echaba lenguas de fuego amarillo, la luz final del día entraba ya mortecina por la ventana; a ella la tarde se le había ido pasando lentamente entre algunas notas y las páginas de Demonios, que compartíamos en aquellos días. Dostoievski, desmesurado siempre, sacándoles el alma a sus personajes a cada página; ese Stepan Trofimovich, como un niño entre los dedos de su patrona. Ahora ella se había escurrido misteriosamente hacia la calle sin previo aviso.
Quince minutos más tarde, los nudillos de Berta golpeaban en la puerta de la suite. Irrumpió en la habitación con un pastel en alto cantando el cumpleaños feliz. Caí de golpe en la cuenta. Espera, espera, le dije y salí disparado a por la cámara fotográfica. Besos de cumpleaños y sesión obligada de fotos: orgullo de mujer madura, sonrisa pícara apuntando hacia la desnudez del fotógrafo, sensibles los pezones bajo la camiseta verde. Mi volcancito presidió la cena de cumpleaños echado sobre la bandeja como un perrazo a los pies de su amo. Frente a nosotros una mezcla colorista de verduras y oreja de cerdo y un plato de ternera en lajas bañada en una salsa indescifrablemente exquisita. Todo acompañado de cerveza. Mangos de postre. Puse un collar anaranjado a mi volcancito para hacerle participar en el ágape, pero el fruto resbalaba sin remedio y se precipitaba hacia la bandeja de poliuretano. Continuamos la celebración en la cama. Mi chica estaba muy seria y muy tierna. ¡Feliz cumpleaños!, dijo, y alzó un vaso de cerveza en alto.  Después el día se fue terminando entre sorbo y sorbo de té frío.




Shenyan-Pekín, 12 de julio


Relevante la organización en los trenes de esta parte del mundo: agua caliente, venta de comida, juguetes, ropa. Trenes luminosos y limpios, los pasajeros se aprovisionan, tienen cubiertas todas las necesidades. Se ha creado durante muchos años una imagen oscurantista y estereotipada de este país, hoy es un espacio en donde no es difícil sentirse como en casa.
Llegamos a Pekín en medio de una lluvia torrencial. Compramos dos paraguas, amarillo para mi chica y negro para un servidor. Cinco minutos después de llegar estamos metidos en una furgoneta con rumbo desconocido. El regateo de los 240 yuanes a los 120 puede que nos haga parar en un hotel a millas del centro.
No, no resultó demasiado lejos. La calle está llena de chiringuitos. La lluvia dejó una agradable temperatura en el ambiente. Paseamos.

Tiananmen, Nanjin, Souzhou, Hanzhou, Huangshan mountain

Pekín, 14 de julio


¡Uf, por fin en casa! Trabajo forzado este de turista. A las seis de la tarde tuve que buscar un lugar para tumbarme porque no podía más. Me sucede de tanto en tanto. Calor, sueño, cansancio,  todo se junta. Dormir estirado entre la muchedumbre que pasa interminable por Tiananmen  es un placer poco corriente. Despertar brusco y carrera hacia la ópera.

Plaza de Tiananmen


El aspecto de las calles por la noche invita a sentarse delante de una cerveza y esperar a la madrugada charlando. Hay chiringuitos a cientos por todos los lados. Vemos como se improvisan bailes colectivos en algunas calles, una megafonía rudimentaria basta para ello. Me recuerdan las terrazas de Marruecos a la caída de la tarde. ¿Podrán vivir los chinos tan en la calle   dentro de una década? Me temo que no, esto parece posible sólo hasta cierto nivel de vida, después vendrá la higiene y un montón más de regulaciones municipales que harán imposibles estas cosas.
Un váter publico con sólo un par de tabiques de separación, un agujero, una zanja para orinar. El acto de defecar en presencia de otras personas parece una de las cosas más corrientes del mundo.

Plaza de Tiananmen

El tiempo vuela, los deberes de turista son casi agobiantes. Estuvimos en el museo de Ciencias Naturales; cito de memoria: “La vida  es relativamente corta en relación con la inmensidad de la existencia del hombre sobre la tierra, sin embargo, es a través de pequeñas contribuciones personales que la humanidad se desarrolla continuamente”. Una idea corriente cogida al vuelo para afianzar más la confirmación de nuestra extrema pequeñez cuando se repasan estos gráficos que muestran la evolución de la vida sobre la tierra.



“¡Oh, qué genio el mío! Me reconozco en Nicolás. Reconozco esa fogosidad, esa posibilidad de violentos, amenazadores arrebatos...” (Demonios 163. Palabras de Barbara Petrovna)


Pekín estación



Pekín, 15 de julio


Carta a casa. Las once de la noche. Sobre la mesa un vaso de té, el enésimo, mamá se ha quedado frita en la cama con los Cuentos de Canterbury apoyados en la nariz. Estamos aquí desde las cino o seis de la tarde, veníamos corriendo como quien busca in extremis un oasis de paz en la vida extenuante de turista. Hoy le tocó a la Gran Muralla y a las tumbas de la Dinastía Ming. El espectáculo de las murallas es inenarrable, un colosal desfile de miles de personas sudando la gota. La obra es grandiosa (decía Neil Amstrong que es la única obra humana que se distingue desde la luna), pero le falta soledad y el esplendor de la tarde o el amanecer, todo resulta plano y excesivamente cotidiano bajo este calor aplastante; está, además, el constante asedio de los vendedores. Si los niveles de renta de la humanidad suben apreciablemente en algunos años, va a ser imposible prever como se organizará el turismo para que media humanidad pueda ver la Mona Lisa o la Muralla China. Esperemos que los chinos puedan seguir manteniendo el control sobre la natalidad.





En Tiananmen todas las mañanas sacan del congelador el cadáver de Mao y lo exponen al público durante un par de horas. Esta mañana, muy temprano, la cola debía superar el kilómetro. La sensación de humanidad en continuo movimiento es muy fuerte desde que pisamos el país, pero no es una impresión desagradable, en ocasiones es divertido: empujones, achuches, meneos en los medios públicos; gentío continuo e ininterrumpido en lugares como la Ciudad Prohibida, o en las calles principales. Uno termina por acostumbrarse. El aspecto más agradable lo ofrecen la noche y la multitud de chiringuitos; la calle es reina y señora de la vida cotidiana, pero a esta hora lo es con más razón: bailes colectivos, gente jugando a las damas chinas frente a sus casas, miles de ciclistas pedaleando a lo largo y ancho del día.


Hoy ya tenemos recuperado el clima de la cercanía, las cosas cotidianas, el calor, el frío, la música, y más ahora con vuestros e-mails a la vista y con ese manifestado aprecio vuestro por la casa familiar.  Somos muchos los enamorados de esa casa ya, no sabemos como vamos a hacer en el futuro para compartir ese amor. La verdad es que ha sido uno de los hallazgos de nuestras vidas. Uno recorre el mundo, va de aquí para allá, pero siempre termina volviendo con el ánimo hacia ese Chorrillo de oro. A veces nos asalta la sensación de que lo tenemos casi todo en la vida, el Benarés dorado acostado junto al Ganges, por donde anda Mario, los álamos rumorosos de nuestra parcela, los bosques espontáneos de acacias, los libros, la música, los largos atardeceres de nuestra casa; y luego para echar una cana al aire y romper los ritmos cotidianos, el Himalaya, los desiertos, los grandes ríos del mundo, la gente, todo. Podemos cantar con Joan Baez aquello de Gracias a la vida que me ha dado tanto... Las noticias de la India son gratas y sosegadas, después del susto primero de que hubieran drogado y robado a Mario. Nos gusta que pueda tomarte las cosas con tranquilidad, no creo que haya muchos lugares en el mundo como ése para  reposar el ánimo y aprender a ver y vivir. Por hoy se acabó, esta tarde nos vamos hacia Nanjing, en las cercanías de Shanghai.
Besos,  Papimami





Pekín-Nankin, 16 de julio

Nankin

 

Viajamos en un vagón de ciento y la madre. Frente a mí mira seria una mujer de cara de porcelana. El dibujo de sus labios baila en su rostro como una fiesta.
Más de las dos de la mañana. La máquina de ajedrez ha obstruido mi jaque mate con un movimiento sin salida: tablas. Me duelen los ojos. A excepción de asiduo lector a mis espaldas, todos los pasajeros duermen. La chica de los labios bonitos se prepara para pasar la noche: se echa gotas en los ojos, se mira su cara linda, se quita los pendientes y, por fin, arropada en la camisa de su chico, se recuesta para conciliar el sueño. Ahora puedo mirarla sin obstáculos.


Yangtse








Desperté a la siete y media en el momento en que atravesábamos el Yangtse. Antes ya había entrevisto entre dos sueños la niebla agarrada a los campos, soñaba pero también veía el campo despertando plomizo e inundado a ambos lados del tren. Había conseguido dormir imperturbablemente erguido en mi asiento, sólo tenía un fuerte dolor de cuello. Sin llegar a despertarme del todo hacía algunos ejercicios de rotación con el cuello y a continuación volvía a dormirme en la misma posición: ¡A lo que uno puede llegar a habituarse! No descansé como en la cama, pero poco le faltó.

Souzhou, 19 de julio



Cuando hay unos pocos canales ya estamos en Venecia: la Venecia de Asia dicen que llaman a esta ciudad. Las calles tienen un aspecto provinciano que me gusta. Fueron, sin embargo, una joya los jardines: las rocallas, los estanques, los puentes, los pasadizos sobre el agua. Delante del estanque mayor imaginé una actividad digna para una jubilación. Ya pensé nada más comprar nuestra casa en un río que podría recorrer transversalmente la mitad sur de la parcela. Con el tiempo aquella idea perdió fuerza, con la visita a los jardines de Suzhou resucita una idea mayor. Aquello era una reproducción de la naturaleza, ésta es una adaptación de la naturaleza a la estética y a las necesidades del hombre.


Jardines de Souzhou

A veces la realidad es excesivamente plana y corriente, tan cotidiana que a uno le cuesta sacar la cámara aunque se encuentre ante una de las maravillas del mundo. Las tales maravillas lo son sólo cuando las circunstancias ayudan: la luz, el ambiente, la noche, la lluvia, la niebla, el estado de ánimo incluso; el cielo plano y la luz cenital son capaces de echar por tierra todas las maravillas del universo. Algo así le suceden a estas realidades que vemos. Lo exótico cada vez es menos exótico, deja de serlo por el hecho de ser frecuentado, conocido en exceso; la realidad se disuelve cada vez más más en la licuescencia de lo prosaico y cotidiano. Se trata de esa mismidad universal (Verdú) en la que se está sumergiendo el planeta, todo lo mismo, todo lo ya sabido... como si más allá de esa mismidad sólo fueran quedando retazos de naturaleza y algunos pueblos remotos.


Souzhou



Veo en la televisión un reportaje sobre el cerebro, una craneotomía. El recuerdo de mi madre tocándose la cabeza y cubriéndose la calva que le había quedado después de la biopsia diciendo: “desde que me han abierto aquí...” Me hace estremecer este recuerdo, la química del cerebro trabajando a su aire. El cerebro deja de funcionar, tu madre va perdiendo conciencia al mismo ritmo en que las células del tumor entran en metástasis. Es el principio del fin, las funciones se van atrofiando poco a poco, poco a poco, hasta el último esputo, hasta el último latido; después nada, silencio, se acabó.
Estos recuerdos aceleran mi respiración. De ellos me voy a la ceguera de mi padre. Al primer día que pasó en nuestra casa tras el hospital, su llamada desde casa de mi hermana, su miedo, el olor a mierda, el estreñimiento, el enema, la ceguera. Y después sus llantinas nocturnas, el estoy triste y las lágrimas, la ira contra esa maldita suerte que le había caído encima. Imaginé varias veces una ceguera similar en mi vejez.




  

Hangzhou, 21 de julio


Mañana en la colina de Lyngyn Si (Templo de la Reclusión inspirada). Mediodía de calor calor. Conectamos con casa y con Benarés. Guille ya dejó El Chorrillo, mañana parte para Irlanda. Mario deja Benarés camino de Calcuta.
La paz de la hora de siesta en el hotel, vida cotidiana llena de encanto, cambiamos de ciudad y de entorno a cada momento, pero encontramos siempre lugares a las que sacamos el gusto de la penumbra.
“- Pero por qué se pone Vd, de rodillas?” “-Pues porque al despedirme del mundo quiero, en su persona, despedirme también de mi pasado... Me postro de rodillas ante todo lo que hubo de bello en mi vida, lo beso y le doy las gracias” (Trofímovich, pag. 456. Dostoievski. Demonios).






Hangzhou. Templo Lingyn Si

Una vez sustituí la ternura de Piao por la suavidad y morbidez de mi cuerpo. La ternura tiene también estas cualidades, es un concepto entrañable sobre el que quería extenderme, pero lo que escribí era demasiado confuso. Ternura-suavidad, ternura-belleza, el ideal de lo femenino anda por ahí revoloteando con su efluvio de ambigüedad. Trofímovich se postra ante la representación de la belleza que el siempre amó. Nos vamos a cenar.
Abobaos vamos por el mundo descubriendo las cosas; pero ya sonreímos menos. Vamos aprendiendo. Unos cuantos años más y podremos comer y hospedarnos en casi todos los lugares del mundo como si estuviéramos en nuestra propia casa.
Hace días especulaba sobre esto de viajar juntos a raíz de la experiencia de Mario. Me veía entonces como el Capitán Trueno en cuarentena, madurito, a remolque de los años y de la compañía, y soñaba. Hoy puedo especular de otra manera. A veces no es fácil adaptarse uno a sí mismo, a sus condiciones de todo tipo, sucede que uno berrea encaprichado por las hazañas de los héroes de este y otros planetas. Pero ocurre que entre tanto descubre un rincón de una ciudad, un parque, el placer de andar, el despelote en el hotel, la hora de la siesta, las excelencias de la comida china y... el hecho de que las relaciones un día sean mejores que otras... y entonces se siente como un rey en medio de la tarde.


Hanzhou. Tangkou (Huangshan mountain), 22 de julio




Huangshan mountain

Escribir: recurso contra el sueño que no es capaz de quitármelo la lectura de Demonios. En el camino intenté fijar un testimonio, pero el autobús arrancó: Dos cadáveres en la carretera. Lívidos, parecían maquillados, la larga herida que cruzaba la cara de uno de ellos parecía un mal trabajo de atrezzo teatral. Una multitud se congregaba alrededor de los cadáveres mirando curiosa, junto a los dos automóviles panza arriba, el espectáculo de los muertos. Conversación tranquila en la velocidad de la autovía, algo como una aparición frente al coche, frenos, movimientos bruscos, uno, dos segundos, un fuerte estruendo de chatarra, vidrios rotos: ya eres cadáver allí tirado en la carretera, blanco, lívido, materia de espectáculo público gratuito.





Eso ayer. Hoy partimos del hotel a las cuatro y media de la mañana, había unas pocas estrellas y una delgada línea de luz por el este. Subimos en taxi precipitadamente en busca de las primeras luces de la montaña, pero... la montaña estaba cerrada. No la abrían hasta las seis. Mientras tanto llegaron los primeros microbuses, uno, dos, tres, nubes de chinos alborotadores como patada en el estómago en esta madrugada alpina. Se sumaron enseguida los vendedores, los taxis, más gente. En pocos minutos invadieron todo, ocuparon las ventanillas de los tickets, la entrada del funicular: empujones, colones siempre, barullo. La esperanza: ser los primeros arriba y comenzar a andar antes que la plebe nos aplastara. Craso error, arriba ya estaba todo invadido, los caminos ocupados, otra multitud procedente de los hoteles de las cercanías irrumpía en las plataformas superiores que ofrecían, pese a todo, una hermosa vista sobre los picos circundantes emergiendo sobre la niebla.

En el valle un mar de nubes irregular rompía contra las laderas. La imagen en sí era bella, recordaba rincones solitarios, el esplendor de la naturaleza que se muestra a unos pocos privilegiados solitarios; aquí, sin embargo, la multitud hacía imposible una relación íntima con la belleza.
El itinerario era una enmarañado de escaleras y caminos tallados sobre la roca. El interés fotográfico se centró en el mismo trazado del camino y en la masa de gente que circulaba por él. Un armonioso trabajo que sube y baja las montañas por enrevesados y difíciles escarpados, y que termina creando pequeñas obras de arte en el afán por buscar un itinerario armónico a través del jeroglífico de los pináculos calcáreos. La niebla jugaba con los riscos. A veces la luz era de una suavidad acariciadora.





Al final del día el camino se precipitaba por una inmensa escalera que salvaba los mil metros de desnivel que lo separaban del valle. ¡Más de mil metros bajando escalones! Era un trabajo penoso para las rodillas, ya en la mitad estuvimos a punto de perder la capacidad de continuar bajando; la flojera en las piernas, la sensación de no poder controlarlas... y calor, calor. En el último peldaño nos paramos a fotografiar el calor, el sudor resbalaba incontinente por todo el cuerpo.
Está bien, me gusta, nos gusta el calor, el sudor éste que se desprende salvajemente del esfuerzo. Como si la vida brotara como por un caño a través de este sudor que nos bañaba el cuerpo.